Las Tejerías
Foto: EFE/Miguel Gutiérrez

Querer huir del vacío y de la angustia que provoca el sentirse libre y obligado a tomar decisiones como qué hacer de sí mismo y del mundo que nos rodea —sobre todo si este enfrenta desafíos y dramas— es lo que atiza esa necesidad de distracción, el motor de la civilización en que vivimos

Mario Vargas Llosa

Durante siglos, la humanidad ha encontrado en la lluvia un alivio para sus penas, obviamente también es la causa de situaciones indeseables que la han obligado a guarecerse en cavernas, huyendo de la intemperie de la heteronomía inesperada, de las fuerzas de la naturaleza que generan caos y por ende entropía. Para los griegos, quienes acunaron a nuestra civilización, la lluvia era la manifestación de Zeus, padre de los dioses olímpicos,  aquel quien hacía temblar la tierra y bramar a los cielos, con el uso de los rayos fraguados por Hefesto, su tullido hijo nacido de aquel  tórrido matrimonio con su hermana Hera. Por medio de la lluvia Zeus cubría la furia de su disfuncional consorte, y metamorfoseado en este inusual fenómeno podía unirse carnalmente con mortales, así cubrió en una lluvia suave a la joven Danae para engendrar a Perseo, quien daría muerte a la horrida Gorgona. En una lluvia pero de ígneo fuego abrazó a la audaz Sémele, madre de Dionisio, a quien terminó de engendrar en una de sus pantorrillas y de una lluvia en el Monte Ida, en la Troya ancestral, raptó a su furtivo y más escandaloso amante, al joven Ganímedes, hijo de Tros, a quien llevó al mismismo Olimpo para que sirviera el néctar de la Ambrosía, una exquisita bebida que libaban los inmortales a fin de garantizar su existencia sempiterna.

Cantaba Homero en un himno para la veleidosa Afrodita, lo siguiente: “ Del ánimo de Tros se adueñó un insufrible dolor, y no sabía adónde habían arrebatado a su hijo -Ganímedes- la divina tormenta, una tempestad que le sirvió al crónida, para transformado en Águila arrebatar a ese príncipe troyano, quien junto al juicio de Paris fueron la causa de la desdicha de toda Ilión y del llanto inconsolable de Hécuba y de las violentadas troyanas, esas mujeres humilladas por el Hibrys de los aguerridos e impulsivos Aqueos, quienes no poseían hábitos modeladores del carácter.

Así, pues, desde nuestra cuna civilizatoria tenemos una relación que implica a la lluvia con los estados del ánimo del padre de los dioses de Zeus, por cierto locución que al referirse a esta divinidad pagana da origen etimológico al término de Dios, ese al cual se recurre frente a las fuerzas de la naturaleza y que durante la oscura Edad Media se hacía repetir como jaculatoria: Cuídanos Dios mío, del rayo, el cometa y el moro, pues eran absolutamente temidos por una sociedad envuelta en la pobreza de las pobrezas y de allí el miedo general que caracteriza a esta etapa de nuestro desarrollo civilizatorio, luego de haber transitado la alegría grecorromana de la vida hedonística.

La lluvia estimula sensorialmente todos nuestros sentidos el oído del crepitar de sus gotas y el viento que mece las ramas de los árboles, así como el ruido del trueno, la vista de las centellas, la iridiscencia que generan sus gotas frente a la luz, el tacto de su toque que empapa todo, que baña y moja la tierra; sin embargo, en nuestro bellísimo lenguaje, lengua de Santos, Sabios y Héroes, no existe un término para definir el olor a lluvia, así es, ¡la lluvia huele!, cuando en su regreso a la tierra desde el Olimpo Ganímedes consuela a su padre Tros. Justo en esa comunión la tierra mojada desprende un olor, cuya definición es un galicismo que se trae de la lengua anglosajona y se encuentra en la revisión de la Real Academia de la Lengua Española como preticor, locución derivada del inglés pretichor para referirse a la lluvia. En un país tropical como el nuestro, en donde existen dos estaciones, la sequía ruda y calurosa y la lluvia, eso que aquí llamamos invierno y olor a lluvia. En los saberes populares que hacen al venezolano un individuo sin identidad, como magistralmente nos definiera José Ignacio Cabrujas, se establece el preticor como un olor específico e identificable, pero sin calificativo y en esa nuestra ausencia de identidad, hemos copiado y hecho nuestro el galicismo del pretichor,  olor a la tierra mojada tras lluvia torrencial, esa que bendice, pero que también tiene saña homicida, ímpetu destructivo, pues hace que los cauces encuentren caminos contrarios a la vía impuesta causando destrucción y pánico.

La lluvia es triste, suena a tristeza, así lo expresaba aquel cantante popular, manoseado por la revolución de todos los fracasos. Para Alí Primera, el llamado cantante del pueblo, el sonido de la lluvia en los techos de cartón era muy triste, feo e incómodo, preludio de la desgracia, pues el cartón se enchumba, absorbe el agua, es una simulación de utilería, un simulacro improvisado de un inmueble, que se eleva en los cerros de la esquizoide Caracas y en todos los rincones de este país que es un aluvión de improvisaciones. La mejor definición de lo que es Venezuela la encontramos en las duras palabras del doctor Arturo Uslar Pietri: “Venezuela es un país improvisado, improvisante e improvisador”, es un aluvión, un país que es repentina y violentamente arrasado por el desbordamiento de un cauce de agua, que arrastra sedimentos, árboles, cultivos, serranías, inmuebles y personas, un país en emergencia perpetua, en estado sempiterno de alarma, una república de angustias, un país de improvisaciones alevosas frente a las cuales nunca hay la sana asunción de las responsabilidades y ahora menos que nunca, pues la culpa es externa, heterónoma, en la jerga economicista todo es causa de una externalidad negativa, que el régimen connaturalmente endilga a otros en franca tributación a su connatural relación fascista, así el caos de la economía no se debe a la ausencia negligente de políticas apropiadas y al abordaje sin formación en cargos claves, este desastre continental que no tiene parangón en la historia económica se debe a una causa ajena a los causantes, reside en la guerra económica.

Esa tara mental de culpar a otros por los errores propios es causa común en el discurso de quienes usurpan el poder, para ello han socavado la lengua, la han minado de toda suerte de imperfecciones y seudoconceptos, de superficialidades que jamás dan cuenta de las causas reales de los problemas. Confundiendo causas con consecuencias se puede validar la mentira, hacerla potable y hasta nimia; total, esa práctica es un atavismo goebbeliano que les permite engañar, inculpar, perseguir, amedrentar y hasta justificar sus inconfesables actos.

Venezuela recibe el olor de las lluvias en este año 2022, calificado desde la neolengua del opresor como el año de la recuperación con un Estado de utilería, que embrida una panfletaria reversión de las penas económicas y un despegue financiero, que es tan frágil como aquellos techos de cartón cantados por la incendiaria voz de Alí Primera. La lluvia se oye triste en un país de cartón, con una economía de utilería en la cual las cifras residen en una ficha de papel, que se exhibe cual tarea inconclusa de un bachiller imberbe, quien tiembla y bailotea mientras balbucea cifras de dos dígitos de recuperación que jamás han sido publicadas. La recuperación también es arrancada cual sedimento lingüístico del discurso vacuo de una hegemonía instalada por más de dos décadas en el poder que no ha sido  capaz de asumir ninguna responsabilidad, una hegemonía causante de la más honda crisis de nuestra historia republicana, superior incluso a la Guerra Federal o Guerra Larga, pero a la vez se declara inocente de todo cuanto ocurre. Han copado la vida nacional pero son víctima de sabotajes, boicots y de conspiraciones externas, llegando incluso al contorno kafkiano de endilgarle la responsabilidad de la tragedia ocurrida en Las Tejerías (municipio Santos Michelena) y supongo también que del caos de El Castaño en el estado Aragua -según ellos cuna de la insurgencia liberadora- a los conquistadores españoles. En verdad esta última tesis es cuando menos pueril, líquida, insostenible y hecha del mismo cartón de los techos de la tristeza,  sencillamente es una tesis que no soporta el peso de una llovizna pertinaz.

Cual vendaval han socavado el lenguaje, para construir verdaderos aluviones de posverdades, de falacias y cadenas de causación que justifiquen sus tropelías, sus continuos atropellos a la dignidad y a la decencia. Así, pues, una vez lograron diluir la comunicación asertiva y su capacidad para validar las acciones de las cuales son responsables, llegando a insuflarle carácter apodíctico a razonamientos que son tan pobres que ni tan siquiera pueden llegar a ser considerados dionisiacos sino verdaderos disparates; ahora se disponen a reeditar la historia para buscar en el pasado de la Conquista las causas de su alevosa incompetencia, una incompetencia que no deriva de su ineptitud, por el contrario, es la demostración de su genio para el mal, de la virtud puesta al servicio de la perversión y lógicamente de la maleable ratio técnica, que se emplea como validación de cualquier asalto en contra de la dignidad humana. La sociedad cae presa de estos charcos del inconsciente, bebe de manera plácida la pócima de Circe, para convalidar replicando a través de las redes sociales una cadena nacional en la cual Nicolás Maduro le ordena al vicepresidente de Planificación que ofrezca una  explicación  absolutamente incompatible con la racionalidad, cuyo fin no es quedar en ridículo sino por el contrario, hacer que la sociedad termine aceptando por la vía de la distopia lúdica un paradigma deconstruido de la verdad, anestesiando absolutamente la capacidad de rechazo por incompatible de estas acciones dignas de la obra de Norman Manea Payasos el dictador y el artista.

Jamás la tesis arendtiana estuvo  tan vigente como lo ha estado ahora, en cada ilación del discurso de la revolución de todos los fracasos, la levedad del mal fustiga, lacera y es más lesiva que la propia crisis económica. La tragedia de Las Tejerías es entonces convertida en una comedia bufa, en un acto de hilaridad plena, en donde imperan los sesgos de la información y aún no se nos aclara lo que es para todos evidente, el aluvión homicida de lodos pastosos que se endilga a los conquistadores, quienes no planificaron los desarrollos urbanísticos. ¿En más de quinientos años ningún gobierno pudo revertir un error colonial, relativo a la planificación urbana?, la respuesta subyace en el objetivo de lograr que, de manera lúdica y nimia, la sociedad termine convalidando los disparates esgrimidos por el régimen, en su continua puesta en escena de este teatro del horror.

La limitación exprofesa del lenguaje, para abordar esta tragedia natural, reivindica los atavismos propios del socialismo, que pretende explicar todo el desarrollo económico, social y político bajo el argumento de una historia deforme y mal construida. Es el propio régimen quien revive la teoría absurda de las diferencias sociales, de la explotación de una mano de obra barata, como causa de esta tragedia. Todos los elementos de fondo quedan reducidos a un acto de histrionismo, un discurso del método siguiendo la tesis de Stanislavski, un acto puro de simulación de representación ficticia de la acción en la vida real, civilización del espectáculo, que jamás puede analizarse como negligencia o torpeza simple, sino como un acto alevoso de hacer las cosas mal y garantizar que una sociedad, envilecida, entontecida y escindida de la eudaimonia, terminen compartiendo estos disparates del logo y el espíritu, redituando con creces el efecto de convalidación que demanda una lengua intoxicada, para construir cadenas de causación por demás insostenibles.

Como corolario final, luego de veinticuatro años de improvisación, el chavismo ha demostrado su absoluta condición abyecta, connaturalmente fascista, al endilgarle a cualquiera sus responsabilidades y quizás el logro más redituable y plausible que han alcanzado es permearse en los paradigmas de pensamiento de la población, para instaurar la existencia de la más perversa de las pobrezas, la de espíritu, haciendo que veamos con sorna y burla este proceso de liquidación de un país, vaciado de riquezas y de criterio, inmovilizado por el miedo y en medio de una inmensa diáspora, la mayor de todo el  mundo, con más de 7,1 millones de habitantes fuera del territorio nacional, andantes sin rumbo, que huyen de un aluvión de mentiras, improvisaciones y falencias.

Quienes aún permanecemos aquí, tenemos el deber ético de compilar estos horrores, estamos obligados a no repetir estos mensajes de la lengua ululante de una tiranía inmisericorde, que solo busca sostenerse en la poltrona del poder, usar nuestro lenguaje, mantenernos firmes en el discurso de la verdad de los sin poder, pero garantizando la dignidad como estandarte, este expaís es un escenario vacío, gris y enmohecido en el cual los dictadores juegan a ser payasos y actores, mientras la sociedad asocia el vaho del preticor de la lluvia, como un signo de tragedias que se suceden en un triste paíspetrolero, convertido en un inmenso techo de cartón.

“En la civilización del espectáculo, el intelectual solo interesa si sigue el juego de moda y se vuelve un bufón”

Mario Vargas Llosa


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