El Primero de Mayo Jorge Rodríguez se fue a Coro a hablar frente a una concentración -con la cámara cerradita para espantar los vacíos- con su discurso habitual contra los apellidos. Nicolás Maduro lo escuchaba desde Caracas encerrado en un auditorio lleno de camisas rojas, firmaba decretos de promesas y prometía ir a bailar salsa con los trabajadores que, según él, copaban la avenida Urdaneta de punta a punta. A Rodríguez, presidente de la Asamblea Nacional oficialista, jefe del equipo negociador del gobierno en los diálogos incumplidos con la oposición democrática, se le escapó una verdad.

«¿Quién es el presidente de los pobres?», gritaba micrófono en mano. «Maduro, Maduro», le respondían con escuálido entusiasmo. Veinticinco años después de la llegada al poder de la «fraudulenta revolución bolivariana» -son palabras de un exministro de finanzas de los tiempos de Hugo Chávez-, el país es un erial de pobres; 11 años y 28 días de mandato madurista han colocado a Venezuela en el liderazgo de la miseria mundial, que ha expulsado de su patria a la cuarta parte de la población.

Tiene razón Rodríguez en que Maduro, en términos formales aunque muy discutibles, es el presidente de los pobres. Es su cosecha. El resultado de una nación improductiva y descarriada, que obliga a sus gentes a malvivir de bonos, de cajitas de alimentos de dudosa calidad y menguado volumen, con hospitales destartalados, escuelas sin clases porque los maestros fueron invitados al rebusque; un país incómodo para sus vecinos, en el que lo más notorio son los disparates de una fiscalía que arremete, incluso, contra el viejo y venerable José Mujica, el Pepe, que, sin tapujos, expresó que «Venezuela tiene un gobierno autoritario, llámenlo dictador, llámenlo como quieran».

Este fue otro Primero de Mayo para el olvido. La reiteración de que se está ante un gobierno que carece de la valentía para reconocer un fracaso histórico, de proporciones gigantescas. Las organizaciones sindicales y gremiales auténticas, aquellas que conocen y padecen la miseria de sus afiliados, siguen en las calles, en los portones de las fábricas, en plazas, reclamando tan solo lo que está establecido en las leyes y la Constitución: el derecho al trabajo, el derecho a ganar un salario digno, el derecho a protestar, a negociar una convención colectiva, a que se respeten sus derechos humanos y a que no sea la persecución y la cárcel la respuesta a su legítima inconformidad.

Los pobres, la inmensa mayoría de los venezolanos, solo hay que revisar los datos de la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) elaborada por la Universidad Católica Andrés Bello -el gobierno es incapaz de cuantificar su desastre-, que retrata una población desamparada, que come mal, llena de hartazgo y desesperanza; esa multitud de pobres solo clama por un cambio, como recogen los estudios de opinión que no son gobierneros. Un cambio para poder vivir de su esfuerzo, que regresen sus hijos, se echen a andar las fábricas, rindan cuenta los ministros y se entierren las dádivas y el millar de promesas sin fondo y sin resultados.

El tiempo de Maduro está llegando a su final. No puede ser de otra manera. La esperanza está puesta en un proceso electoral que abra el camino de la transición a la democracia. Hay la madurez política para acometer la inmensa tarea de la reconstrucción y para restablecer los procedimientos constitucionales de garantías para todos. De que florezca el trabajo y, como diría Aquiles Nazoa,  florezcan “los poderes creadores del pueblo”.


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