La desigualdad es una falla en la distribución de la riqueza, un fallo de mercado y de política, los cuales están interrelacionados y se potencian mutuamente. Un sistema político  que como el chavismo, entró como una tromba en nuestro desarrollo histórico y social, cargado de atavismos populistas y clientelistas, para producir una suma enorme de iniquidades y desigualdades, que pasan por la destrucción de la moneda como institución social, hasta el muy feroz y desigual proceso de dolarización desde la demanda, es decir, en Venezuela se usan los dólares para la compra de bienes y servicios, pero no son ofrecidos por el Banco Central; por ende, la dolarización no se fomenta desde la oferta, y ese truismo técnico en materia económica describe un escollo insalvable para la sociedad, que se resume para el ciudadano común en la tesis de requerir sean dolarizados los sueldos, como si el proceso de dolarización desde la oferta gozare de la misma emergencia espontánea que su contraparte desde la demanda, lo cual es un síntoma o consecuencia de un proceso sostenido de más de treinta meses en hiperinflación y veintiséis trimestres de caída del aparato productivo.

He aquí nuestra primera incoherencia u oxímoron, un modelo embridado en el populismo aprehendido por el electorado y responsable de contener los polvos que trajeron estos lodos, produce esta inmensa demostración de desigualdad, el cálculo de toda la existencia nacional pasa por la posibilidad de tener o no dólares, y a su vez el mecanismo de desatención es tan abyecto, que supone limitaciones y trabas administrativas para enfrentarnos a la disponibilidad de esta moneda, que repito no logra formalizarse desde la oferta.

La desigualdad nos divide entre la nomenklatura responsable de esta catástrofe económica, la cual puede definirse como una sumatoria de ineficiencia, corrupción, violencia, maldad y aventurismo; los cohabitantes dispuestos a percibir alguna caza de renta opaca o ilícita derivada del erario público hecho botín, una clase empresarial y comercial antifragil y capaz de haberse adoptado a los rigores de la hostilidad económica que a diario subsiste con un Estado que cada vez copa de manera más evidente los espacios naturales del ejercicio industrial y comercial. Las cifras son demoledoras, de 11.964 empresas en 1998, pasamos a tener 2.564 empresas en 2019; lo mismo con el sector comercio: de 620.000 establecimientos en 1998 se pasó a 240.000 en 2020. Este sector vertebral de la vida ciudadana está diezmado en su tamaño y capacidad, ya que solo subsiste una cuarta parte. Luego tenemos a los profesionales empobrecidos y desalarizados, mayormente en el sector público y a su contraparte en el menguado sector privado que reciben alguna remuneración en divisas, que cada vez es más difícil de ser honrada por sus patronos y cuya tasa de devaluación es inferior al crecimiento de precios, una capa emergente que toca límites en los prestadores de servicios, plomeros, albañiles, mecánicos y otros ejecutores de oficios y una inmensa masa informe de depauperados, defenestrados y expoliados por el proceso violento de pobreza, que supera 90% desde el punto de vista del ingreso. Estos son los pobres del chavismo.

El chavismo encontró a una población con 25% de pobreza y logró reforzar la idea de que se debía esperar todo desde el Estado, es decir, el chavismo reafirmó la idea del paciente, en lugar de estimular la responsabilidad individual y conseguir que el Estado subsistiera gracias al trabajo de la gente. Al hipertrofiar su ya macilento poder económico, consiguió que toda la sociedad confiara en que podían vivir de las dadivas y transferencias gubernamentales.

Además de estos atavismos acendrados por el modelo paternalista de los cuarenta años de la Venezuela republicana, el chavismo perpetró la posibilidad de repetir y fresar en la psique colectiva del venezolano la idea torpe de que las “penurias del pueblo  se debían a la codicia de unos sujetos desalmados: los empresarios y las clases medias y profesionales, que le robaban a los desposeídos lo que les pertenecía, dado que Venezuela era un país inmensamente rico”. Había que hacer que Venezuela en realidad fuese de “todos”, solo basta recordar esta frase panfletaria de los primeros años del chavismo, para hacer ejercicio de investigación discursiva en lo que he llamado la colonización de la neolengua para dominar. Nunca Venezuela fue de todos, pasamos de ser una democracia estable y sólida, a convertirnos en un manual de malas praxis y de atropellos al Estado de Derecho y degeneración política recopilada, reafirmada y refrendada por todos y cada uno de los informes de la ONU, el último de estos hace referencia a una sórdida y terrible compilación de delitos contra la humanidad, 443 páginas de terror hecho política de Estado, de banalidad arendtiana del mal.

Una vez desovada la carga de odio inoculado, bajo el falto precepto de la muy inexistente justicia social, pues la justicia como equilibrio de la sociedad es un concepto unívoco y por ende, cualquier intento por calificarla subyace en un interés avieso por desmontarla, nos condujo colectivamente a que desde el mecanismo de un Estado expoliador de las riquezas se podían encontrar cuotas de equidad y de igualdad, el tema es que nunca se nos explicó, o la sociedad no estaba cognitivamente alerta para comprender el riesgo de la “tabula rasa”, esta advertencia de Locke en cuanto a que somos, desde el yo social, producto de los procesos determinísticos del empirismo y por ende esa igualdad propuesta por la izquierda anacrónica, que colonizó el poder político, también logró controlar la psique del yo colectivo e insuflar sus esquemas mentales, para el logro de la regresión social, y así lograr la primacía del “buen salvaje”.

Este concepto de hombre nuevo contiene la advertencia contractualista, desde el empirismo de Locke, que lograse también defenestrar la idea de la reflexión kantiana, de la conciencia como dique de contención; en esa masa de adeptos que ahora son defenestrados a la pobreza, encontró el chavismo terreno fértil para su obra de imponer desigualdades salvajes, luego de perpetrado el proceso de dominación política y de deconstrucción antropológica y psicológica del ciudadano.

 Volvernos súbditos, vasallos absolutamente dependientes de un Estado omnímodo, para luego aplicar toda suerte de medidas excluyentes de las grandes mayorías que decían defender y representar. Esas mismas capas sociales son ahora abandonadas por el estamento político e ideológico que intentaban representar, abandonadas frente a fenómenos singulares, que ninguno de los gobiernos paternalistas de la Venezuela republicana se habrían atrevido a realizar ni siquiera en los más insospechados experimentos del aun envilecido “Gran Viraje” de Carlos Andrés Pérez en su segundo gobierno, quien por atreverse a liberalizar los precios, adaptar costes de los servicios a la realidad, realizar privatizaciones, liberar tasas de interés, libre flotar la moneda, reducir aranceles y eliminar gradualmente el subsidio a la gasolina, fue desalojado del poder mediante una oscura acusación relativa al manejo de los fondos secretos de la presidencia, a saber unos 250 millones de bolívares (equivalentes aproximadamente a 1,5 millones de dólares), maniobra en la cual se coludieron miembros de su partido y adversarios políticos.

Luego de dos intentos de golpe de Estado que encontraron en una sociedad sin pulso democrático la posibilidad de dar inicio a este descenso a los infiernos de todo un país, la política en Venezuela jamás le perdonó a Pérez intentar desmontar la urdimbre del paternalismo y del clientelismo acendrado en el electorado y en la psique del venezolano, estábamos enfermos de algo que se conoce como una variante del “mal holandés”: El súbito aumento de los ingresos fiscales altera las relaciones entre la sociedad  y un Estado  que multiplica sus atribuciones y responsabilidades, la crisis vino de la mano de la prosperidad, ese es el camino que recorrimos, una prosperidad que hipertrofió al Estado, lo convirtió en un elemento macilento en la psicología del venezolano, estructuralmente nos llevó a pensar que la riqueza en recursos nos hacía de facto un país rico, que no debíamos fomentar el progreso y el desarrollo, debido a que el Estado cubriría los fallos del mercado, el cual se desarrolló en una simbiosis perversa con la esfera estatal, por ende sus mecanismos naturales podían ser fácilmente desmontables por un Estado poderoso y clientelista. Esos polvos trajeron estos lodos.

A Venezuela le estaba saliendo un caudillo desde sus entrañas, formado por los impulsos agónicos del último gobierno de Rafael Caldera, quien se rodeó de un grupo de políticos de izquierda, luego de destruir y pulverizar a su propio partido social cristiano. Caldera llegó al poder con un discurso fieramente populista, en el cual acusó a los organismos internacionales de perjudicar a los venezolanos. Como presidente gobernaría contra las recomendaciones del FMI y saldría de la crisis sin necesidad de purgar los síntomas. La prepotente ilusión de Caldera no duró demasiado, tras una etapa francamente desastrosa, en la que se disparó la inflación y el desempleo, tuvo que rectificar, y sin gran convicción inició un período de ajustes muy parecido al gran viraje, acaso porque no hay otra forma de hacer frente a los desbarajustes que inevitablemente acarrea el Estado paternalista y sus secuelas populista- clientelista.

Este recordatorio es necesario, primero para recordar que los estertores de la democracia se dieron al despartidizar a la sociedad y darle la espalda a la política, buscamos un vengador que nos reventó como un tumor en el cuerpo moral del Estado. En un país que se muere de estatismo, Chávez aumentaría los límites del Estado; en una economía agredida por controles absurdos, Chávez impondría la cerradura a la economía y destruiría las libertades económicas y políticas. El autoritarismo de Chávez, que esa masa de los hoy condenados al holodomor vitoreaban con el grito de “así, así es que se gobierna”, terminarían destruyendo la democracia e imponiendo un cocktail perfecto de dominación.

Es necesario enfatizar que esta regresión es propia del clientelismo, y desde ese locus de acción es que se consiguió desmantelar al estado de derecho y las libertades, propiciando un nivel superlativo de la ya heredada corrupción de los cuarenta años de la Venezuela republicana, hasta llevarnos a la eclosión de un fenómeno de cleptocracia, de allí a la kakistocracia y de esta al gobierno de las mafias. En realidad entramos en dos transiciones: una en 1998 y otra en 2013, la primera nos trajo al chavismo, clientelismo y corrupción, escondidas bajo un caleidoscopio de anacronismos de la izquierda, y la segunda, haciendo que los peores en el ejercicio del chavismo asumieran el poder y destruyeran todo vestigio de dignidad y de libertad.

El madurismo es una etapa aún más sombría que el chavismo, es la negación de cualquier intento por la subsistencia eficiente de las reglas económicas más básicas. Durante esta nueva etapa perdimos tres cuartas partes de la economía, atravesamos una dolorosa hiperinflación que cumple ya 34 meses, en 2013 el salario en promedio era de 86,2 dólares y en octubre de 2020, el salario es de menos de 1 dólar,  90 céntimos al mes, la caída del salario en este lapso es superior a 97% y se estima un tipo de cambio superior a 950.000 bolívares por dólar a finales de 2020. Nuestra contracción es indefinible bajo los estándares de las ciencias económicas, vivimos una depresión de 80% en el tamaño del PIB, la industria bancaria está prácticamente paralizada de facto y su tamaño es el más pequeño de la región, a saber 165.000 millones de dólares. La dolarización llamada fáctica y transaccional, es sencillamente una dolarización por el lado de la demanda e inexistente por el lado de la oferta, los salarios y otras remuneraciones no son devengadas en dólares y el Banco Central no opera como ofertante de divisas, los intentos por ajustar la industria bancaria a estos nuevos retos no son halagüeños, el régimen considera plausible la dolarización pues la misma fomenta entropía y caos, y por ende control social.

En estas terribles condiciones vivimos el reto de la pandemia por coronavirus, esta condición nos pone contra las cuerdas como género humano y afecta a una población cuyas reservas alimentarias nos colocan por debajo de Sudán del Sur y Yemen, nos exponemos a una hambruna bíblica, no tenemos sistema de salud, no hay forma alguna de guardar el distanciamiento social y nuestra capacidad fiscal es muy limitada, adicional a esto el país atraviesa un caos en materia de servicios públicos: no hay agua, combustible, gas ni energía eléctrica, amén de desastrosos servicios de telecomunicaciones, somos el país menos libre entre 180 países, y en materia de libertad económica Venezuela se ubica en el puesto 179.

En el país sobrevivimos las pandemias y aclaro, el plural es un galimatía intencional, dado que estamos en presencia de varias pandemias, las de base o históricas y las de actual fecha, la de índole sanitaria y la del miedo y la incertidumbre; todos los indicadores que tenemos de referencia en nuestra memoria son incapaces de explicar el rumbo y el coste de la pandemia a nivel mundial, y en Venezuela sencillamente no hay un asidero de comparación, previamente padecíamos una situacional innominada por inexistente, la crónica de un país desolado, en el cual masivamente más de 5 millones de venezolanos han escapado de este círculo infernal, la esperanza de vida también se ha contraído, vivimos en promedio 5 años menos, Thanatos, la muerte se pasea en cada decisión que tomamos, en la cual se valoran asumir el confinamiento o perecer por la pandemia. Somos una población que padece eso que los psicólogos llaman Heurística de la afectividad: no tenemos radio de acción para tomar decisiones sin miedo, todos los eventos nos producen temor, desde la precariedad en la prestación de servicios públicos, hasta la violencia del Estado, esta última descrita en nuestra topología del horror.

Finalmente, para recuperarnos económicamente debemos acudir a la conciencia de la economía, ese título lo comparte el economista indio Amartya Sen, con Sir Adam Smith, el marqués de Condorcet y por supuesto, Immanuel Kant, es necesario atender con prioridad a esa masa de defenestrados a la miseria, para garantizarles acceso a la salud, bienestar y desarrollo humano, es indispensable medir la pobreza, tarea esta emprendida ya por el concurso de tres universidades nacionales, la Central de Venezuela, la Simón Bolívar y la Católica Andrés Bello, esos datos son el germen de la recuperación, nos permitirán hacer lo emprendido por la Gran Bretaña y la Alemania de la posguerra, esfuerzo que se resume en dar de comer al hambriento y atender a los enfermos para mejorar sus índices de desarrollo humano. La desigualdad en tiempos de revoluciones y pestes es un verdadero asesino injusto, a los ricos les va mucho mejor que a los pobres, imaginemos el efecto que la desigualdad en la dolarización de la demanda suponen en una población sin capacidades y castrada para el desarrollo, una sociedad enferma de clientelismo. Kant el gran filósofo alemán, ya señaló que deberíamos dedicar mucho más tiempo a la cuestión de porque unos tienen más que otros, el gran nivelador revolucionario del que hablaba es una estafa. Amartya Sen, vivió de cerca la hambruna de Bengala y recuerda como las castas medias y altas, a las que el pertenecía, no se vieron afectadas por esta tragedia, ya que ni siquiera percibieron el sufrimiento de los demás, sin embargo la conciencia de la economía el profesor Amartya Sen decidió reflexionar y medir las desigualdades y la pobreza, el chavismo supone la exclusión premeditada a la salud y a la más mínima calidad de vida, la visión estrecha de la dirigencia política de ambos bandos es un gran problema, la identificación con la nación es imposible cuando grandes capas sociales quedan excluidas. El sectarismo, la agorafobia, la represión han sido expandidos a niveles intolerables durante el chavismo. Requerimos una mente abierta y una clara disposición a cooperar, condiciones  esenciales para salir del totalitarismo y librar la pandemia.

En fin, recuperarnos de este escollo particular supone refundar la patria, reconstruirnos en valores reflexivos y acudir a la conciencia de la política propuesta por Immanuel Kant, educación para que el hombre llegue a ser hombre.

Considerar a los necesitados y verlos más allá de un rédito político, visibilizarlos para abandonarlos, es un acto que nos aproxima al chavismo. Este artículo pretende demostrar que el chavismo desprecia a los pobres, es una ideología de la aporofobia, que llegó al poder para nivelar, y en esencia logró sembrar desigualdades, desmontar la capacidad de registrar progresividades en cualidades y calidades de pensamiento y destruir a lo humano, para construir a un hombre nuevo, indolente, cruel, falente de valores y dispuesto a venderse a la estafa que le garantice beneficios pecuniarios desde el latrocinio del erario público y la perpetuación del primer crimen contra la humanidad, que reside en la corrupción, para robar y callar, silenciar y hasta anestesiar la reflexión y la capacidad de no incorporarse con el mal. Lamentablemente en esos terrenos el aluvión del chavismo parece ganarnos la batalla, debemos y tenemos la obligación como docentes de educar para evitar volver a estos lodos, educar para garantizar que no seamos fácilmente comprables.

La dignidad y la decencia no se pueden comprar, y la mejor protesta como docentes subyace en la obligación de insuflar valores, no como jaculatorias vacuas, sino como axioma y compromiso de vida para vivir la libertad y aceptar la responsabilidad que supone vivir la libertad, con la negación para ejecutar actos reñidos con la libertad. Basta de simular, basta de posturas acomodaticias, nada más censurable que las posturas volubles frente al mal y la injusticia, actos que se enseñan en el hogar y se refuerzan en el aula.

Que el aula de Bello, de Fermín Toro, de Luis Beltrán Prieto, se impongan al aula de los Castro, del Che Guevara, de Magda Honecker y de otros parias. Espero lograr echar los grillos de la ignorancia al mar y vivir plenamente en libertad, ser y no parecer honestos, ser y no parecer académicos y, finalmente, ser y no parecer ciudadanos.

“No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres”

Adam Smith.

 

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