Seré, siempre, proclive al [Fauves] Fauvismo embrionario: es decir, a la tesis de la solvencia de la vida civil, apacible y redentora de las artes libres por encima de las ruidosas detonaciones de la canalla contracultural revolucionaria: esa que siempre culmina en dominación hipercapitalista de atestados y dementes.

Durante el alba de 1988, la muerte del escritor e internacionalista Carlos Rangel me produjo un doloroso impacto: primero porque nos dejaba en momentos cuando su [anti] vulgaris thesis empezaba ser reconocida como una verdad insustituible hasta por quienes lo adversaron en vida y, segundo, porque siempre vi en él [así como en Sofía Ímber, su esposa] a un gran maestro del «no demagógico» Pensamiento Político Hispanoamericano. 

Alguna vez escribí y publiqué un extenso ensayo sobre sus libros Del buen salvaje al buen revolucionario y El tercermundismo (1). Con admiración, advertí entonces [rememoro aquellos tiempos con fruición] el genio de Carlos: quien -con erudita documentación- me presentaba un novísimo y riguroso panorama de la pueril o «tercermundista» [que yo elijo llamar «ultimomundista»] conducta de nuestra aciaga intelectualidad latinoamericana.

En Del buen salvaje al buen revolucionario, Carlos Rangel empieza por ilustrarnos docta y profusamente respecto a los orígenes de esa reprochable actitud política según la cual la corrupción y la desidia -propias de numerosos dirigentes del llamado Tercer Mundo- sobrevienen como incurables y fortuitas [herencias] enfermedades:

«[…] Algunos cristianos primitivos tuvieron la convicción de que, tras su segundo advenimiento, Cristo establecería en la Tierra un reino perfecto, de mil años. Desde entonces, el milenarismo ha sido una fiebre recurrente de la Humanidad y, en un tiempo de degradación y superficialización de los grandes mitos profundos y eternos, ese milenarismo se ha hecho revolucionismo secular. La caída habría sido el establecimiento de la propiedad privada. Antes de existir esa institución antinatural, los hombres habrían sido todos iguales y dichosos, y volverán a serlo automáticamente, al quedar ella abolida […]».

Es interesante el método empleado por Rangel para enfrentarnos con la realidad que, al cabo de varias décadas, hoy muestra sus fauces a millones de intimidados en nuestro continente y el resto del mundo. Al tiempo que nos [transfería] transportaba hacia los confines de la superstición y «primitivismo» de nuestros procedimientos reflexivos», nos fustigaba con sus lucubraciones en redor del atraso [La Cultura: una herencia cerrada a la inteligencia superior de Occidente], para finalmente mostrarnos la inequívoca detonación racionalista de los norteamericanos.

Para quien se ha formado en las ideas «marxfalsas», por ejemplo, la punción intelectual de Rangel escandalizaba a los fabladores de claustrofalaz: ¿de qué forma podrían comulgar con la demoledora fuerza de argumentos tan lícitos como perfectamente imperecederos, exentos de las [propias sw mofetas] manipulaciones populistas?

Sucesivas veces y con avidez, leí las luminosas advertencias implícitas en el pensamiento rangeliano. Mi amigo me ilustraba sobre la herejía de una «cultura» que debió impulsarnos hacia una sublevación auténtica, basada en la productividad e ingenio. Recreaba un universo de acaecimientos [infaustamente en curso] trágicos. Carlos Rangel fue genial porque halló la veta para su emancipación intelectual ante el «nacionalismo barato», «fatuo» y «hostil». Estudió, meditó, dedujo y ulteriormente prodigó ideas. No claudicó ante lo que se promueve «conducta revolucionaria para el progreso», cual axioma infalible y de fácil digestión cerebral. El análisis y la indagatoria permanente estigmatizaron su  monástica praxis intelectual.

Es -realmente- prodigiosa la creencia rangeliana que resta relevancia a la [superstición] moción de algunos mediante la cual exaltan el resentimiento de los preteridos o marginados:

«[…] Así como –sentenciaría Carlos Rangel- el Buen Salvaje tiene en la psique de los norteamericanos un sitio tan reducido como en la historia de ese país, en donde el último de los mohicanos es noble y otro, los colonizadores anglosajones buscaron tierras y libertad, mas no precisamente oro […]». Y, añadió mi extinto amigo:

«[…] Los latinoamericanos somos a la vez descendientes de los conquistadores y del pueblo conquistado, de los amos y de los esclavos, de los raptores y de las mujeres violadas. El mito del Buen Salvaje nos concierne personalmente, es a la vez nuestro orgullo y nuestra vergüenza […]»

La explícita y prolija exposición que Carlos Rangel nos ofreció en sus ensayos dilucida todo lo vinculado a las perversiones [la pereza, exaltación heroica, sumisión, servilismo, et.] que se inoculan o adoctrinan a pobladores de Ultimomundano: las rebeliones de los descendientes de españoles contra los abusos de los criollos, mitificadas y convertidas en tabúes; los motines de pardos o negros furiosos, históricamente mal registrados, y la deificación de absurdas fábulas que han entrampado a los latinoamericanos en lo que defino Filosofía de Orillerismo. Se fue y no pude platicar más con él, mirándole a los ojos. Soy un hombre que, pese a mi condición de sudamericano, siento devoción por causas contrarias al Comunismo-Socialismo. En ello, lo expreso con orgullo, comulgamos Rangel y yo.

NOTA

(1) Ambas ediciones de Monte Ávila Editores (Caracas, 1982)

@jurescritor 


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