Desde los balbucientes y guturales sonidos que emitían nuestros antepasados australopitecus hasta el elegante, aristocrático y no pocas veces fachendoso homo habilis digitalensis, la poesía -orales y escrita, cantada o recitada, leída y susurrada al oído de la amantes o del interlocutor- experimenta un por lo general lento proceso de morfogénesis nacimiental que las más de las veces tiende a «desesperar» al lego aspirante a escribir un texto con pretensiones poéticas. Ante este momentum preverbal, esta estructura anímica que precede a la larvaria emergencia del verso, sin dudas, es aconsejable serenarse y guardar paciencia. El poema tiene su propio tiempo pre-genérico, el mismo necesita un microclima psíquico para insinuarse en el espíritu. La manifestación empírica del poema eclosiona en la mente del sujeto poético en las antípodas de un estruendoso tsunami o una erupción volcánica. No, al contrario, el poema muestra tímida pre-existencia en forma de imagen, un sonido que se atisba como timbre musical entre el asordinado bullicio de lo real.

Obviamente, la aliada fundamental que coadyuvar puede al nacimiento del poema es, como lo hemos dicho, la paciencia; la ardiente paciencia. El lenguaje es vivífico magma de metamórficos enunciados y proposiciones de sentido; de donde se colige que el sujeto lírico se encuentra las más de las veces en medio de un permanente proceso de escritura/barradura/tachadura, o dicho de otra manera: en una interminable procesualidad palimpsestuosa; un infinito “corsi e ricorsi”.

Un ejemplo de lo que digo en líneas anteriores lo podría representar un eventual y súbito encuentro del sujeto actancial poético con el asombro de la primera vez que éste ve el mar, o la impresión causada en el espíritu del poeta por un amanecer sui géneris que opere en la estructura psíquica del poeta como un disparador de imágenes verbalizadas y consecuentemente impregnadas de una especial musicalidad expresiva o verbo-sintáctica.

La rara cualidad -algunos le llaman don-  (los dones del espíritu) de ver-observar con ojos de asombro el mundo y sus mutantes contenidos, le confiere al poeta-observador un extraordinario poder de captación/aprehensión de lo ordinario real constituido con una mirada extraordinaria, de donde se origina la evidencia o mejor, la clarividencia del poeta.

El poema puede columbrarse en el dolor o en la insoportable felicidad que otorga la magia del vivir, de tan solo estar y sentirse escandalosamente vivo en relación con “el otro”, ese “otro” que me niega y simultáneamente me complementa como ser dicente y diferente porque dice de otro modo al nombrar el mundo poéticamente. Se ha dicho y repetido hasta el cansancio: el poeta es un alquimista que amasa la textura del texto-contexto de la “imago mundi” sometiendo el lenguaje a un proceso de cocción lenta hasta dar con ese logro tan divino que es la cadencia musical de la palabra renacida en los hornos del alma donde se cuece el sentido.


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