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El orden político, y su base de sustentación, el poder político, necesita justificarse y lo hace a través del derecho. Ese derecho puede estar pergeñado de religión, de costumbres, de historia y de tradiciones, constituyendo la dura argamasa de legitimación del poder. La estabilidad del orden se relaciona directamente con la armonización del derecho y el poder, lo que denominaría como su institucionalización, proceso que garantiza la durabilidad de los regímenes políticos, así como los hace muy frágiles cuando fracasa, por el motivo que sea, su esfuerzo de institucionalización.

Las revoluciones confrontan el desafío de la armonización del poder y el derecho de forma radical, pues a diferencia de los defensores del statu quo, es decir, la pretensión de garantizar la permanencia y durabilidad  de un orden dado, pretenden destruir el viejo orden y construir un orden nuevo. El drama, y por ende la fragilidad de la llamada “revolución bolivariana” está en que ha sido relativamente eficaz en destruir el viejo orden, pero absolutamente incapaz de construir uno nuevo. La razón fundamental  de este drama está en que en el momento fundacional de la “revolución pacífica y democrática”, que no es otro que el proceso constituyente de 1999, sus forjadores, comenzando por su líder carismático, Hugo Chávez, no tenían una idea clara, ni del nuevo orden a construir ni de la idea del derecho necesaria para justificarlo. La obra por antonomasia donde se plasmó el proceso constituyente, la Constitución refrendada por el pueblo en diciembre de 1999, en definitiva fue, por sobre todo en su carta de derechos, un texto avanzado y progresista, pero nunca pretendió ser una Constitución revolucionaria, transformadora de las bases institucionales de la República, aparte de incorporar como un valor superior el pluralismo político, concepto reñido con el talante exclusivista de que se precia un movimiento revolucionario, sea cual sea la latitud donde se imponga. Tenía sentido entonces la anécdota que se atribuye a Luis Miquilena, en su condición de presidente de la ANC, cuando le entrega al presidente Chávez el proyecto de Constitución aprobado por la constituyente, y este le responde, palabras más, palabras menos: “Hiciste una Constitución para la oposición”.

A partir de la aprobación de la nueva carta magna comenzó (en realidad ya había empezado con el régimen transitorio aprobado por la ANC, que autorizó la selección de los nuevos funcionarios que pasarían a ocupar la dirección de las diversas ramas del poder público, sin acogerse a los procedimientos establecidos por la nueva Constitución, que mientras ya había sido refrendada) un proceso de desustanciación y desvalorización del derecho, que pervive hasta nuestros días. En el año 2007 Chávez intentó de una vez por todas resolver el hiato existente entre el poder y el derecho, con la presentación de un proyecto constitucional más auténtico de acuerdo con el ideal bolivariano, que para su mala fortuna fue rechazado por los sufragantes en el referéndum convocado al efecto.

La ANC espuria termina de enmarañar la complicada red de contradicciones y abusos de toda índole en el manejo de las relaciones entre el poder y el derecho, al aprobar unas leyes llamadas constitucionales que , ante la incapacidad de sancionar una constitución, la tarea esencial de una asamblea de esta naturaleza, y rompiendo una vez más con nuestra tradición jurídica, impone un suprapoder absolutamente ilegítimo al carecer de su asidero natural que no es otro que la Constitución de 1999. En suma, si ya antes nos atrevíamos  a calificar al régimen como dictatorial, a partir de la Ley Antibloqueo, con mayor razón, pues el presidente es dotado de poderes supraconstitucionales y por ende fuera de todo control del resto de las ramas del poder público. Es el primado absoluto de la voluntad del gobernante sobre la racionalidad normativa, un régimen que Michelangelo Bovero  calificaría como la “autocracia electiva”, pues alterando las reglas constitucionales, el “jefe” impone su voluntad por encima de los órganos representativos del Estado, y que el genial pensador alemán Carl Schmitt calificaría como el Estado gubernativo, que “encuentra su expresión característica en la voluntad personal soberana y el mando autoritario de un jefe de Estado que ejerce personalmente el gobierno”.

En conclusión, el poder ha triunfado sobre el derecho, siendo la “revolución bolivariana”, ahora sí definitivamente derrotada, su víctima, ante la incapacidad de su liderazgo para construir un nuevo orden donde se institucionalizara el poder a través del derecho.


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