Ilustración: Juan Diego Avendaño

En una de las frases más luminosas de El Principito, Antoine de Saint-Exupéry advirtió hace 80 años: “Cuando el misterio es demasiado impresionante, es imposible no obedecer”. Esas pocas palabras explican la relación existente entre el poder (capacidad de exigir) y su forma de ejercicio (manifestación) para conseguir su objetivo (adopción de un comportamiento). Toda exigencia persigue un propósito que se logra mediante un mandato dirigido a otro(s), orden que comporta una fuerza de persuasión (física o inmaterial) –una “impresión”– que, si es eficaz, mueve a la obediencia. Ahora, envuelta en espectáculo, es apenas perceptible y se dirige especialmente al espíritu.

Existe en nuestro tiempo la tendencia a creer que el poder en la época moderna (desde de la invención de la “imprenta”) se ha rodeado de formas de “impresión” (llamémoslas así) de gran eficacia, diferentes a la fuerza (atributo que se arroga en exclusividad y que utiliza). No por casualidad ambos términos tienen el mismo origen (“impressio”, en latín, hacer presión). Sería resultado, por un lado, de las transformaciones sociales ocurridas en los últimos siglos y del otro del avance de la ciencia y la tecnología que ha dado al estado nuevos recursos de influencia y dominación. También se atribuye a esos hechos, el fenómeno de la personalización intensa del poder, que se percibe en gran parte del mundo (incluso, en democracias de larga tradición). Todo se ha cumplido como en un juego de teatro, con gran espectáculo, mecanismo que contribuye al logro de los objetivos del proceso.

Alegaba la novedad del mecanismo el profesor de la Universidad de París (también diputado y ministro) R. G. Schawartzenberg, militante en la izquierda. En “El Estado-Espectáculo. Ensayo sobre y contra el star system en política” (Flammarion, 1977) escribía: “La política antes era ideas. La política hoy son personas o, mejor, personajes. Porque cada dirigente escoge un empleo y un rol, como en un espectáculo. El Estado mismo se transforma en “productor” de espectáculos. La política se convierte en una puesta en escena. El político se exhibe como vedette. Así se avanza hacia la personalización del poder. Fiel a su etimología, pues persona es una palabra latina. Y en esa lengua significaba “máscara de teatro”. Se podría agregar: no hay programas sino libretos. Tampoco partidos, más bien compañías de teatro. Ni dirigentes, sólo actores que dan voz a las palabras del autor de un proyecto (como una “voix de son maitre”).

En realidad, el poder nunca fue una abstracción o una institución impersonal. Aunque desde los inicios se fundaba en ideas básicas (la sociabilidad natural) y respondía a necesidades elementales (el orden, la supervivencia, la defensa común) surgió antes de cualquier reflexión teórica. Y desde el comienzo estuvo vinculado a manifestaciones externas, cuyo propósito era –y es– impresionar, golpear el espíritu de las gentes, para provocar un cierto comportamiento. El fenómeno se puede observar en todos los pueblos de todos los tiempos (desde los antiguos hasta los de desarrollo avanzado). Por supuesto, en los inicios eran sencillas, apenas perceptibles (en el vestido, en el tocado, en la vivienda). Más tarde, se hicieron múltiples, complejas, inmensas. Ceremonias de complicados protocolos, desfiles de ejércitos poderosos, enormes palacios, tumbas imponentes. Siempre ligadas a la persona del dirigente o gobernante, a quien se conceden ciertos beneficios. Aún hoy, en pocos lugares el poder es anónimo.

Si el poder se rodea de manifestaciones impresionantes para imponer obediencia, utiliza también el espectáculo para asegurar la adhesión y el apoyo de los súbditos y evitar el descontento. Múltiples actividades tenían –y tienen– esa finalidad. Los reyes y gobernantes antiguos no sólo repartían pan (Julio César ordenó entregar trigo gratuitamente a los pobres), sino también diversión. En todas las ciudades del Imperio se construyeron circos para la celebración de eventos de entretenimiento (algunos muy crueles). “Este pueblo deja hacer y sólo desea con avidez pan y juegos de circo” (panem et circenses) se quejaba el poeta Juvenal hacia el año 100 dC. La práctica era anterior y otros la continuaron después.  Lorenzo de Médicis afirmaba: “pane e feste tengono il popolo quieto”. Los fascistas y los nazis organizaban grandes ceremonias en lugares emblemáticos para impresionar a propios y extraños. Conservan la tradición los comunistas chinos y los imperialistas rusos

Aunque temprano el poder se convirtió en espectáculo, adquirió formas de impactar casi irresistibles al inicio de los tiempos modernos. Para dominar los espíritus, más que las armas de destrucción masiva (del cañón a la bomba), aprovechó la aparición de instrumentos técnicos (de la imprenta al computador) que ofrecían mayor capacidad de comunicación entre las gentes, así como de los procesos (de la prensa al internet), que permitían alcanzar a cualquier persona (en la aldea global). Al mismo tiempo, la ciencia puso a disposición un mejor conocimiento del funcionamiento de la mente y del comportamiento de los seres humanos y las sociedades. Fenómenos sociales favorecieron últimamente esa evolución: aumento del tiempo libre, masificación de algunas actividades (como las culturales y deportivas), actitud más permisiva ante cualquier conducta, Así, paradójicamente, al momento de proclamarse el carácter natural de los derechos del hombre, el poder adquirió mayor y más eficaz capacidad de dominio.

Eventos de cualquier tipo dan lugar a espectáculos políticos. O lo intentan los factores de poder. No escapan los que rechazan tal injerencia (como los religiosos o los deportivos). No lo pudo impedir Juan Pablo II, tampoco los organizadores de los juegos olímpicos. En todas partes, las agendas de los gobernantes son cuidadosamente preparadas; y las campañas electorales de las principales democracias liberales atraen la atención del mundo. Siguen hoy el modelo de Estados Unidos que mostró Theodor H. White (“Cómo se hace un presidente”). Además de cuantiosos recursos, requieren estudios previos y son manejadas por empresas que cuentan con especialistas en variadas materias. En muchos países, las conmemoraciones (de glorias o desgracias nacionales) cuentan con participación masiva de los ciudadanos. Las reuniones internacionales de discusión de temas importantes (donde se mezclan expertos y celebridades), transformadas en espectáculos (ferias y galas), trascienden su propio objeto. Son instrumentos para impresionar.

En nuestros días la actividad política se ha transformado en un “espectáculo” que se ofrece “gratuitamente” (pero, cuyos costos se financian con recursos públicos). Puede añadirse al listado de eventos, junto a los deportivos o musicales. En tal sistema, el Estado aparece como un anfiteatro o una sala de conciertos a cielo abierto. Por su pasarela desfilan las (nuevas) “vedettes” que aclaman multitudes. Repiten consignas previamente fijadas, aprendidas en libretos escritos para la ocasión. Y si las campañas electorales toman forma de promoción de un producto, ocurre lo mismo con la presentación de la gestión y la obra gubernamentales. Se la confía a empresas de publicidad. Los partidos pierden entonces una de sus funciones originales: mecanismos de comunicación –en ambos sentidos– entre el poder y la comunidad. Se consulta al pueblo mediante sondeos de opinión. Y se le convoca a actos de masas, en los que es un espectador aturdido.

Schwartzenberg mostró en 1977 cómo la vida política formaba parte del “star system”. En efecto, en algunas de las democracias más desarrolladas, los dirigentes ya habían abandonado el difícil papel de guías (propio de los estadistas) para convertirse en ídolos o monstruos sagrados del nuevo teatro, atentos a las exigencias del consumo, que revelan los sondeos de opinión, para escoger la máscara a llevar y el discurso a pronunciar en cada ocasión. Más que políticos, eran figuras del “jet set”. Se trata de uno de los problemas de las democracias contemporáneas: la renuncia del liderazgo a la “conducción” popular, a “guiar” la sociedad. Ya antes (en “De la mentira en política”, 1972), Hanna Arendt había expuesto con crudeza: “la política está hecha, por una parte, de la fabricación de una imagen y, por la otra, del arte de hacer creer en la realidad de esa imagen”. Teatro de ficciones.

El poder político es hoy –¡como ha sido siempre, en menor o mayor grado!– al mismo tiempo una realidad y una ficción. Existe, toma decisiones, afecta la vida de millones de personas. Señor de hombres, dueño de bienes. No es, sin embargo, la estructura institucional que aparece ante los ciudadanos, en cuyo nombre procede. Es, en verdad, un ente que actúa escondido tras telones y tramoya de un gran teatro. Son una ficción los “personajes” que expresan su voluntad: seres humanos, designados o elegidos, para cumplir un papel. Imágenes –o marionetas– creadas por organizaciones que se apoyan en medios técnicos.

@JesusRondonN


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