El sistema político venezolano, eminentemente presidencialista, copia y pega del norteamericano, contempla al Poder Ejecutivo como el Poder Público que tiene el rol de conducción y dirección del gobierno (226 CRBV). No se trata sólo del presidente electo por el voto popular en primer grado, sino de los ministerios y demás órganos públicos que llevan el timón de la nación política y administrativamente, que además es un sentido bíblico son los pastores de millones y millones de almas.

Es donde se anida el espiritu hegeliano de la sociedad. Pero que ha ido quedando en las constituciones y en la doctrina, porque en la practica no es lo que representa.

En este país el presidente es el que históricamente decide: todo. En un exceso de presidencialismo y centralismo.

Esto nos lleva a preguntarnos ¿qué conduce y qué dirige el presidente? ¿Lo que él quiere? ¿Lo que necesita su partido político? o ¿lo que necesita la sociedad? La respuesta es demasiado simple lo que necesita la sociedad, pero quizás de tan simple que es ¡tan dificil que suceda! Digo esto en razón a que desde el fin de la Segunda Guerra (1945), cuando se impuso un nuevo orden mundial sustentado en la democracia liberal representativa como el régimen político que contiene el cúmulo de virtudes para la convivencia social, la humanidad se ha topado con una nueva oleada autoritaria en la forma de gobernar lo público, que la dirigen los presidentes.

Un liderazgo que hemos llamado autoritarismo del siglo XXI, que entendió que necesitaba la democracia para llegar al poder, pero una vez que lo obtiene, utiliza y tuerce sus valores y normas, para mantenerse en el mismo. Lo ha denunciado Guillermo O’Donnell como un nuevo animal, un tipo de democracia que no había sido teorizada, la democracia delegativa, los gobernantes llegan mediante elecciones para después hacer: lo que les da su gana, literalmente.

Ese ejercicio del hiperpresidencialismo exacerba el culto la personalidad minimizando el resto de los poderes públicos, que quedan a su servicio.

Es el autoritarismo como una “…variante revanchista que imita la democracia al mismo tiempo que la socava y desprecia cualquier límite…”, como dice Moisés Naím en la Revancha de los poderosos. Esa mentalidad entendió que debe desmontar el equilibrio de poderes públicos, eliminar la disidencia, empobrecer al hacer dependientes a los ciudadanos minimizando sus derechos civiles…

Ocurrió en la Filipinas de Duterte con su sangriento legado al combatir la delincuencia; ocurre en Hungría con su primer ministro conservador de extrema derecha Viktor Orbán acusado de prácticas xenofóbicas, reducir la independencia de la prensa, del Poder Judicial y del Banco Central de su país; en la India de Modi que cultiva su figura como religiosa, un santo, que con monumentos majestuosos, satélites personalizados, se posesiona como líder “…más grande del mundo…”; en la Rusia de Putin que comienza exterminando a sus oponentes como un primer paso para lograr la reconstrucción del imperio, que había sucumbido al espíritu democrático de Mijaíl Gorbachov…

Es un estilo autoritario que, a mi juicio, no tiene nada que ver con que sean de derecha o izquierda, porque los hay de ambos bandos, que apelan a sentimientos nacionalistas desviados por seres malignos para regresar a otros tiempos mejores o a comenzar todo de nuevo, atacados por muchos enemigos que quieren impedir sus cambios para y por el pueblo, capaces de eliminar hasta Dios si se le atraviesa.

Aterrizando de nuevo en nuestro país, el presidente nos ha recreado con el desmembramiento de una red de corrupción. Enjuiciando y encarcelando a funcionarios y empresarios que hurtaron millones y millones de dólares de la industria petrolera, lo cual nos ha llevado a preguntarnos ¿dónde estaba la Contraloría?, ¿la Asamblea Nacional? Entes que tienen facultades de control y vigilancia sobre las empresas del Estado. Tantos millones no pueden pasar desapercibidos, así como así.

Se trata de una mutación del dictador de otrora que dice presente en este siglo. Donde unos pocos tienen el control absoluto de la sociedad. Mientras los ciudadanos se quedan inmóviles, al borde del camino, parafraseando a Benedetti, porque el sistema no les brinda capacidad de respuesta, pasando a rumiar su impotencia e insatisfacción, no de la democracia, sino de su funcionamiento.

Así lo develan las respuestas de las encuestas de Latinobarómetro a la pregunta «¿Diría Usted que está muy satisfecho, satisfecho, no muy satisfecho o nada satisfecho con el funcionamiento de la democracia en Venezuela?”. Entre nada satisfecho y no muy satisfecho, tenemos que en los años 1995: 60,2%; 1996: 68,3%; 1997: 64,0%; 2000: 43,4%; 2001: 55,2%; 2002: 54,9%; 2003:60,6%; 2004: 54,4%; 2005: 40,9%; 2006: 39,1%; 2007: 39,8%; 2008: 50%; 2009: 51,5%; 2010: 48,1%; 2011: 53,6%; 2013: 56,5%; 2015: 69,8%; 2016: 75,6%; 2017:76,2%; 2018: 86,7% y 2020: 82,7%. Esto es una bomba de tiempo que no podemos dejar pasar de cuclillas, porque puede explotar en cualquier momento.

Es el mismo sentimiento que produjo la Primavera Árabe, el Movimiento de los Indignados, las manifestaciones en Chile… De allí la importancia de que el presidente dirija y conduzca en función de lo que necesite la sociedad, real y efectivamente, en el marco de un Estado Ciudadano que tenga como norte el fortalecimiento de la sociedad.

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@carlotasalazar


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