Ese perro era muy valiente. Creía él que lo era. Ese animal ladraba como un demonio por las noches… Por el día gozaba yéndose al patio del fondo para aprovechar el frío exterior del tanque y soportar allí, a su lado,el calor de las tardes. Si el calor apretaba más, el muy perverso se metía en ese tanque de agua con el que se auxiliaban en la casa, se zambullía y flotaba allí un rato, sin importarle nada, pero siempre pendiente de que no fueran a encontrarle ahí dentro y le regañaran por contaminar el agua,la única posible y potable en casos de emergencia. Ese bicho era un cacri sin ningún atractivo. Le pusieron Pelo por ser lampiño, una ironía venida de sus virulentos dueños. Era un sabueso de la calle traído a la casa por capricho y con el que se habían acostumbrado a vivir. Le habían cogido cariño. Decían: ¡Pero es que ese perro es muy expresivo! A veces, parece hasta que quisiera hablar…

Pero ese perro era una perfecta mierda pinchada de un palo. Destrozaba las matas, arrancaba la grama, se comía las flores, mordisqueaba los juguetes, les ladraba sobre todo a los niños y a las estudiantes del liceo. Le gruñía a todo el mundo. Era un bicho infame fastidioso, muy odioso. Era un quiltro tan desleído que era verde, lleno de pulgas, de muy malas pulgas y lucía en sus partes unas manchas propias de la violeta de genciana o del azul de metileno que le ponían sobre las escoriaciones de una sarna aguda por la que se rascaba hasta sangrar. Olía a azufre porque también procuraban curarle con ese polvo amarillo y pestilente. Nadie soportaba su mal humor, ni su hedor.

Muy mal agradecido, siempre botaba la comida cuando le servían sobre su plato, por lo que entonces le cambiaron la dieta y empezaron a servirle huesos y sobras sobre el pedazo de una chapa de zinc oxidada.

Un día se les escapó y hasta llegaron a extrañarle. Pero volvió por la noche y se escurrió agazapado por debajo de la reja del frente.

Entonces fue cuando amaneció de golpe con un ataque de ira. Había cogido mal de rabia y, feroz, echaba espumarajos por la boca. Sin embargo, se salvó por la premura en las atenciones de las personas de esa casa donde había vuelto a parar. Le pusieron unas vacunas que lo que hicieron fue hacerlo rabiar más. Se la pasaba mordisqueando unos mazos de madera con los que golpeaba todo por donde iba pasando. Le ladraba a tutirimundachi ¡¡y cuando se juntaba con los sabuesos de su simpatía, con los bracos de su cuadra, entonces aquello era una temible fiesta de perros cerriles!!

Por las noches, ese perro del ministro que se creía tan valiente, pasaba al jardín delantero de la casa, dizque a cuidarla. Ese jardín tenía una reja enorme que amurallaba el frente de la casa con barrotes continuos. Como el piso tenía un declive, entonces quedaba un ángulo abierto en el extremo izquierdo por donde el infame podía escabullirse para ladrar desde afuera a cuanto caminante veía acercarse. Y vociferaba como un diablo como con la candela en el rabo. Pero, a medida que el transeúnte se aproximaba, entonces el perro se escurría de vuelta hacia el jardín para seguir ladrando endemoniadamente desde allí dentro.

Hay muchos perros así. Sí. Ese perro del ministro era muy valiente. Ese perro del ministro se creía muy guapo y apoyado. Creía él que lo era. Creía él que lo estaba.


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