La cultura política venezolana ha estado, históricamente, marcada por el caudillismo. La herencia del hombre fuerte, del mesías que viene para resolver nuestros problemas ha sido casi una constante en nuestro comportamiento societario, y ha condicionado el quehacer político de la nación durante ya varios siglos. La impronta de los caudillos militares, inmersos en la vida política, ha impregnado de manera significativa el perfil del liderazgo que nuestra sociedad tiene en su imaginario colectivo.

Los años de la República Civil representaron un esfuerzo valioso en sembrar una cultura política fundada en una conducción institucional, más allá de la fuerza de los referentes humanos que marcaron su desarrollo político y social. El perfil del liderazgo giró del caudillo militar, que se imponía por su habilidad y capacidad para tomar el poder por la vía de la guerra, la montonera o el golpe de Estado; al líder político con capacidad de organizar al pueblo a través de partidos, sindicatos, gremios y otro tipo de organizaciones sociales, basados en una plataforma de valores y propuestas como base para la conducción de la sociedad.

Un balance histórico nos evidencia, que más allá de todos los errores y desviaciones, esta etapa de nuestra historia republicana significó el período de mayor estabilidad, paz, desarrollo y bienestar de nuestro país. Tal circunstancia no impidió la presencia de fuertes liderazgos civiles, que los hubo, cuya palabra era marcadora en el comportamiento político. Pero esos mismos líderes asumieron con prudencia y responsabilidad su influencia, a la hora de  poner en marcha sus ideas y propuestas, por el canal de las instituciones políticas construidas para ejercer la conducción de la vida del Estado y de la sociedad. Esas instituciones fueron conducidas con apego a una normativa preestablecida, capaz de canalizar las naturales contradicciones y controversias.

Es importante destacar la importancia del modelo de liderazgo construido entonces. Se trató de uno más inclusivo, colectivo, horizontal, abierto, plural y auténticamente participativo. Cuando ese espíritu societario y esas reglas empezaron a vulnerarse, también comenzó un proceso de resquebrajamiento de las instituciones, que terminó por abrirle paso de nuevo al viejo estilo caudillista.

La presencia de Hugo Chávez y su corriente militarista, en todo lo que va de este siglo, ha profundizado esa huella del caudillismo mesiánico, calando  en las nuevas generaciones, y alcanzado a todos los sectores, incluida la oposición venezolana.

Apreciamos a cada momento el reclamo por “el líder” que vendrá a salvarnos de la tragedia. Pasamos de la idolatría a su desprecio casi absoluto, según apreciemos que es o no el llamado a derrumbar el muro de la dictadura comunista. Asumimos el juicio de los actores y líderes políticos sin examinar la naturaleza del adversario que enfrentamos, ni las circunstancias en las que debe desenvolverse.

Exigimos a dichos actores y al “líder” solución inmediata para sacar a la camarilla. Nos olvidamos de que muchos de los nuestros han abandonado su responsabilidad de participar de forma más directa en el desenvolvimiento de la vida política, sindical, gremial y social. No queremos asumir, ni siquiera, la responsabilidad de un condominio, pero cuestionamos acerbamente al que sacrifica tiempo y tranquilidad en cooperar en la gestión de los asuntos que conciernen a la vida colectiva.

Alguien podrá decirme con razón que todos esos organismos han sido cerrados a la participación plural, generando unas oligarquías reacias a compartir decisiones y renuentes a oír las observaciones y críticas surgidas de su seno. Frente a esa desviación la mejor solución no es huir, es participar, reclamar, exigir y luchar para recuperar la vigencia institucional de las organizaciones.

La desnaturalización de la conducción política y social ha tenido en la cultura del caudillismo militarista un fuerte acelerador, combinado más recientemente con un culto al individualismo, sumado al relativismo moral de importantes segmentos sociales, para quienes la vida, la honradez, la verdad, la solidaridad, el trabajo decente y el servicio  no son referentes en su existencia.

Esto explica el surgimiento de actores en la vida pública, para quienes lo importante es lograr una posición de poder, una determinada fortuna o unos bienes, sin detenerse a medir la forma y oportunidad como se acceden a ellos. Por eso  ofrecen, presurosos, sus servicios en los salones del poder usurpado.

En esta lucha nuestra, por el rescate de la democracia,  hemos tenido de todo. Líderes, dirigentes y operadores políticos,  en muchos casos, con coraje y determinación, movidos por una legítima angustia frente al avance del proceso destructivo de la República. También hemos visto oportunistas, carentes de ética, que han utilizado la representación o la responsabilidad encomendada, para ofrecer su concurso a la dictadura.

Nuestra sociedad ha buscado afanosamente la contrafigura que encarne una política distinta. Ha apostado todo al superlíder. Ha olvidado el valor del liderazgo colectivo, de la responsabilidad compartida. Ha preterido el aforismo, según el cual  diez cabezas piensan más y mejor que una.

Esa cultura del liderazgo mesiánico ha sido cultivada desde la antipolítica, apalancada inicialmente por la TV y ahora por las redes sociales. En el caso de las nuevas promociones llegó a tener visos de la política espectáculo. La promoción del liderazgo se cultivó con base en la imagen física de los protagonistas. Hubo momentos en los que la presentación de dichas imágenes parecía más un casting para la selección de un o una modelo, que la de un dirigente político capaz de ofrecer su concurso en la conducción de la vida política.

Este modelo sustituyó a lo que podríamos llamar los liderazgos consistentes, sostenidos sobre la base de probada trayectoria, de recta vida privada y pública, de coraje y determinación, capacidad para entender otras perspectivas y desenvolverse el seno de comunidades políticas. Del liderazgo social pasamos al de figuras individuales, cuya fortaleza no era su formación, inteligencia, valores, carácter y trayectoria, sino la fotografía a presentar ante las masas.

A mi modo de ver esa característica ha marcado, de forma importante, la lucha por el liderazgo en la oposición venezolana en los últimos años. Si el referente de moda, no logra concretar el final de la dictadura, se pone en marcha la dinámica de la sustitución. En ese momento unos actores se unen para demoler al que recibe el mayor apoyo. Cuando lo han logrado, viene el reagrupamiento para deponer al nuevo.  Y en esa dinámica se nos han ido unos cuantos años.

Creo en la necesidad de avanzar hacia un liderazgo más institucional, más colectivo. Menos mesiánico, más racional. Alguien puede ofrecerme consideraciones sobre la psicología social, el mercadeo y la cultura política como base para abrirle paso a los perfiles del liderazgo mesiánico, basado en imágenes, al margen de los contenidos de la política que se representa. Tal circunstancia no anula el deber en que estamos de buscar un mayor nivel cultural para abrirle paso a una política más racional, más institucional, más consistente, perdurable y eficiente.


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