No es fácil perdonar a quien nos ha maltratado y humillado hasta el cansancio. De ahí la necesidad de ahondar en la pertinencia de mantener o no la memoria. Sobre tan denso y relevante asunto, en 2008, el catedrático español Gabriel Amengual publicó un extraordinario y corto libro sobre el tema, titulado Mantener la memoria (Herder Editorial, S.L, Barcelona). Es un trabajo que merece ser leído y releído teniendo en cuenta esta mala hora venezolana.

Si llegamos a la conclusión de que vivimos en una sociedad sin memoria, inevitablemente estamos condenados a repetir los errores del pasado. En ese terreno estamos muy distantes de la cultura religiosa del pueblo de Israel, cuyos libros sagrados son en verdad obras que cuentan historias de familias, de tribus, del pueblo, de la humanidad y de la creación.

Queramos o no, el perdón no suprime el daño que se cometió en el pasado. Sin embargo, el perdón adquiere relevancia cuando se lleva a cabo para absolver o desligar al culpable de su acción porque él vale más que ella y, además, es capaz de actuar de manera justa y buena. Hay que dejar muy claro que ese no es el caso de la terrible y desquiciada revolución que inició el difunto de Sabaneta y persiste con el conductor de Miraflores.

Lo realmente significativo es que la acción de perdonar abre las puertas a un estado en que se deja ir todo tipo de remordimientos cuando el culpable, como ya se indicó, manejó valores que le favorecen y aminora el grado de su “mal” comportamiento. Hannah Arendt es muy categórica en el terreno antes indicado. Según ella, “La insistencia en el deber de perdonar procede claramente de que no saben lo que hacen, y esto no se aplica al punto extremo del pecado y al mal voluntariamente deseado”. Conforme a lo anterior, el crimen que se lleva a cabo con la clara intención de dañar a otro, es imperdonable para Arendt.

La posición que en ese terreno tuvo luego el presidente Rafael Caldera con los golpistas del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992 fue contraria a la de Arendt. No hay duda de que esa decisión de amnistiar -la cual contó con el respaldo de muchos políticos de entonces, así como de un amplio sector del bravo pueblo de la época-, fue determinante en lo que vino después y todavía hoy sufrimos.

En un texto que publicó en 2007 Juan José Caldera (hijo del presidente Caldera) se justifica la decisión que tomó su padre en 1992. Él resalta allí lo siguiente:

“Sorprende la ligereza con la cual se culpa a Rafael Caldera de que Chávez gobierne al país. Bastaría sin embargo una revisión sumaria de la prensa nacional o regional, o de los archivos de video de las plantas televisoras, para ver con claridad lo que cada uno de los actores políticos y sociales decía en aquellos años sobre los militares de febrero y del 27 de noviembre de 1992. Sorprende pues ahora presenciar cómo alguno de esos actores (…) son capaces de disimular su posición de entonces para producir la impresión de que estuvieron en contra de la liberación de Chávez”.

Es importante tener presente que también muchos venezolanos de a pie se acercaron a Caldera para pedirle que liberara a Chávez. Fue pues inevitable la corriente de opinión que surgió a favor de la liberación de los militares golpistas. Lamentablemente, lo que vino luego abrió las puertas a lo que tenemos hoy. Los sollozos no tienen ahora ningún sentido.

A los venezolanos demócratas no les queda más que seguir la lucha tenaz para que el país se recomponga en el campo político y económico. Puede que sea una lucha larga e intensa, pero no tenemos otra opción. Nos guste o no, esa es la triste verdad.

@EddyReyesT

10 de junio de 2013


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