La rebelión que protagonizó del 23 al 24 de junio pasados el jefe del Grupo Wagner Yevgueni Prigozhin expuso la fragilidad del régimen liderado por el presidente ruso Vladímir Putin. Aunque poco después cedió y ordenó a su ejército de mercenarios detener el avance hacia Moscú, el levantamiento del caudillo resalta una vez más los riesgos inminentes y existenciales que plantea al mundo una potencia nuclear agresiva e inestable.

Desde que el año pasado Rusia inició su invasión total de Ucrania (y más aún cuando quedó claro que Putin no lograría la victoria rápida que aparentemente esperaba), se cierne un escenario de pesadilla: que Putin sea derrocado y deje atrás una Rusia revuelta en la que varios «señores de la guerra» compitan por el poder, incluido el control del arsenal nuclear más grande del mundo.

Este escenario parecía probable antes de que Prigozhin acusara al ejército ruso de atacar campamentos del Grupo Wagner, capturara el cuartel general del distrito militar sur de Rusia en Rostov del Don y ordenara a sus mercenarios marchar hacia Moscú. Si bien este golpe en particular no se completó, no hay garantías de que no se produzca otro; más aún en vista del aparente apoyo con el que cuenta Prigozhin en algunos sectores de la población rusa.

Y aunque Putin siga en el Kremlin, las armas nucleares rusas representan un riesgo inminente. Al fin y al cabo, la amenaza de escalada nuclear es lo que ha impedido una intervención militar de Occidente en defensa de Ucrania y ha obligado a la OTAN a calibrar con cuidado el ritmo y la naturaleza de su apoyo militar a los combatientes ucranios.

De hecho, Putin ha recordado más de una vez a Occidente que debe andarse con cuidado. En 2014 (cuando Rusia invadió la región de Donbás en el este de Ucrania y anexó Crimea), el Kremlin modificó su doctrina militar para contemplar el empleo del arma nuclear sin uso previo de la otra parte («primer uso») en respuesta a un ataque convencional que pusiera en riesgo la existencia del estado ruso. Cuatro años después, Putin reiteró su compromiso con este planteamiento. Aclaró que sería una «catástrofe global», pero un mundo sin Rusia no tendría por qué seguir existiendo.

Las bravuconadas nucleares de Putin no terminaron ahí. El discurso de septiembre pasado en el que anunció la anexión de otras cuatro provincias ucranianas estuvo repleto de encendidas denuncias del historial militar estadounidense, incluida su condición de ser el único país que ha usado el arma nuclear.

A principios de este mes, volvió a confirmar su disposición a usar armas nucleares para proteger la «existencia del estado ruso» y su «integridad territorial, independencia y soberanía». También señaló que considera que el inmenso arsenal de Rusia es una «ventaja competitiva» frente a la OTAN. En febrero, Rusia se retiró del New Start, su último tratado de control de armas nucleares con Estados Unidos.

Últimamente, la provocadora retórica nuclear de Putin ha sido repicada por otras figuras rusas destacadas. En un artículo reciente, el presidente honorario del Consejo de Política Exterior y de Defensa de Rusia Serguéi Karaganov defendió los ataques nucleares preventivos. Según Karaganov, atacando «un puñado de objetivos en cierta cantidad de países» Rusia podría «hacer entrar en razón a quienes hayan perdido el juicio» y «quebrantar la voluntad de Occidente».

Es una afirmación preocupante -incluso viniendo de un halcón como Karaganov-. Pero más preocupante todavía es el hecho de que figuras históricamente moderadas hayan publicado declaraciones de un tono incendiario parecido. Dmitri Trenin (exdirector del Centro Carnegie en Moscú y tradicionalmente considerado una voz de la razón en Rusia) ahora es partidario de meter la «bala nuclear» en el «tambor del revólver». Trenin sugiere que un ataque preventivo puede «refutar el mito» de la cláusula de defensa colectiva de la OTAN y llevar a la disolución de la alianza.

Por supuesto, también han surgido voces disidentes. Personajes como Fiodor Lukianov, presidente del Presidium del Consejo para la Política Exterior y de Defensa, Iván Timofeiev, director general del Consejo Ruso de Asuntos Internacionales y Alexéi Arbatov de la Academia Rusa de Ciencias han cuestionado los argumentos de Karaganov.

Pero esos cuestionamientos deben enmarcarse en términos patrióticos, ya que hoy Rusia practica una represión al estilo soviético, ejemplificado por la reciente detención del periodista del Wall Street Journal Evan Gershkovich y la escandalosa condena a prisión del opositor Vladímir Kara‑Murza. En Rusia, la represión interna a menudo ha estado ligada a la agresión externa.

De momento, Putin afirma que Rusia no necesita utilizar armas nucleares -al menos no para defender la existencia del estado ruso-. Pero tal vez un caudillo como Prigozhin no esté de acuerdo. En cualquier caso, aumenta la probabilidad del uso de armas nucleares «tácticas» -de menor alcance- en Ucrania. Reciente es el envío de estas armas al territorio de su aliado más cercano (Bielorrusia). Y Moscú planea enviar más, pues su arsenal convencional se agota.

En abril, uno de cada tres rusos encuestados por el Centro Levada consideró que sus líderes están dispuestos a usar armas nucleares en Ucrania, aunque el 86% de los rusos cree que el uso de tales armas es inadmisible bajo cualquier circunstancia. La semana pasada, el presidente de Estados Unidos Joe Biden admitió que un ataque nuclear táctico por parte de Rusia es una amenaza «real».

Esa decisión haría del mundo un lugar mucho más peligroso, sobre todo si quedara impune. Si Occidente cede al chantaje nuclear ruso, podremos esperar más ataques, en Moldavia y otros lugares.

La guerra en Ucrania ha despertado no sólo el fantasma de la desintegración rusa, sino una tensión nuclear similar a la crisis de los misiles cubanos de 1962 -que tal vez sea imposible desactivar-. En este contexto, Occidente debe usar todas las herramientas a su disposición para evaluar el discurso interno ruso y medir la gravedad de la «fiebre nuclear» en Rusia.

Como demostró el motín de Prigozhin, en Rusia puede pasar cualquier cosa. Y, como aprendieron los kremlinólogos durante la Guerra Fría, tras décadas de leer el futuro en los posos del café, no hay forma de determinar si las declaraciones y los debates públicos son indicadores de un nuevo consenso dentro de las élites políticas y militares. Pero lo que está en juego es demasiado grande como para no intentar comprenderlo.


Ana Palacio fue ministra de asuntos exteriores de España y vicepresidenta sénior y consejera jurídica general del Grupo Banco Mundial; actualmente es profesora visitante en la Universidad de Georgetown.

Copyright: Project Syndicate, 2023.

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