Es natural en el ser humano el miedo al futuro, todos queremos saber qué nos espera así sea cuando volteemos la esquina. ¿Será que un camión descontrolado se saltará la luz cuando esté encima del paso de peatones y me destripará cual sapo por carreta en la senda de un cañaveral? ¿Y si es que entro en aquella gasolinera y compró un número de lotería  con los números del gran premio y mañana amanezco más rico que la ex mujer de Bezos el dueño de Amazon? ¿Y si más bien es que hay unos malandros atracando esa vaina y me terminan dando un tiro y quedó como Pedro Navaja en medio de la avenida, pero sin diente de oro, ni puñal, ni sombrero de ala ancha?

En cambio con el pasado, al que ahora poco respeto se le guarda, hay una familiaridad, rayana en la desconsideración, que algunas veces da asco. Debo decir que, nacido a finales de la primera mitad del siglo XX, fui educado con profundo respeto a los adultos; pero ese acato no estaba reñido con el amor, del cual recibía verdaderos raudales. Respetar a mi padre, mi abuela Elvira, mi madre, mis padrinos, tíos, en fin todo el inmenso  número de mayores que me rodeaba era una suerte de puesta en escena en la cual yo terminaba siendo el depositario de sus propias experiencias, las cuales me transmitían, en suerte de rito tribal iniciático, por medio de narraciones, a veces inacabables, otras aburridas, pero generalmente divertidas, y didácticas. Todo eso me convirtió en poeta, fotógrafo y narrador. Soy lo que soy gracias a ellos; y por medio de mis procesos creativos, a la vez, les rindo un permanente homenaje de agradecimiento.

La voz de mi abuela narrando cuando La Guaira tenía las calles empedradas, o la de mi padre describiendo sus viajes al filo de la medianoche hasta el pozo El Centinela a bañarse en su agua fresca, o la de mi madre describiendo la isla de Margarita de su niñez y las duras faenas que debía afrontar día a día, los cuentos de mi madrina de cómo mi padrino salía de cacería por los cerros de La Guaira buscando unos venados a los que nunca pudo dar caza, todas son un mosaico coral que resuenan en mi memoria desde que tengo memoria. ¿Cómo no voy a ser un adorador de lo pasado, en cuanto base para construir el oficio que me he dado? Ahora bien, es necesario decir que al conocer, y recordar, lo pretérito no es una horma inamovible que me norma, al contrario: por conocerlo he podido imaginar más y mejor.

La creación sin raíces es una hoja muerta bailando al son que toca el primer saltimbanqui que aparece en cualquier feria deambulante venida a menos.  Es el desarraigo la primera herramienta que caudillos, revolucionarios, progresistas, y cuanto insurrecto uno pueda imaginar, emplean para sentar las bases de sus quincallas mentales.  No es gratuito que todos vociferan sobre la perentoria necesidad de “reescribir” la historia. ¡Ni de vaina quieren de pie puntos de comparación! Son animales carroñeros que se apropian de todo cuanto alcanzan a ponerle mano, lo demás lo destruyen cuando no pueden someterlo a sus intereses particulares. Ejemplos sobran, pero me limito, como muestra, a este par de botones: ¿No fue lo que hicieron los muy proletarios bolcheviques con el muy aristócrata, y niño consentido de las cortes, ballet? ¿Acaso no repitió la experiencia Fidel con la insepulta, sin discutir sobre sus dotes y talentos, Alicia Alonso? Y si venimos a nuestro patio: ¿No han destruido los rojos rojitos toda la estructura cultural que se había ido fraguando a lo largo y ancho de toda Venezuela por largos años? Escuelas rurales y periféricas, Ateneos, Casas de la Cultura, Centros de Historia, Universidades, Centros de investigación, Escuelas de Música, Museos, ¡TODO!, los han acabado. Han “creado” instituciones a la altura y medida de su propia ignorancia, cuando no de su imbecilidad, para, en vano, tratar de arrancar nuestras raíces.

Hay autores que se me han convertido en un verdadero culto. Mi panteón particular es extenso pero allí ocupan nichos muy especiales Alfredo Armas Alfonzo, también el obispo Mariano Martí, Salvador Garmendia, Shakespeare, Esquilo, Sófocles, Cervantes, Arturo Pérez Reverte, Ken Follet, Carlos Ruiz Zafón y Leonardo Padura.  Este último, una de las plumas cubanas más afiladas y divertidas que uno se pueda imaginar. Pero, al lado de su agudeza y diversión hay un verbo de garra corrosiva que suele dejarme, como uno de los tiovivos de mi niñez, girando sin parar y con ganas de que no se detenga. Les pongo a manera de ejemplo una frase de su novela Máscaras: “La falta de memoria es una de las cualidades psicológicas de este país. Es su autodefensa y la defensa de  mucha gente. Todo el mundo se olvida de todo y siempre se dice que se puede empezar de nuevo, y ya: está hecho el exorcismo. Si no hay memoria, no hay culpa, y si no hay culpa no hace falta siquiera el perdón”.

Él, autor de una larga lista de obras, entre otras El hombre que amaba los perros, que en 768 páginas versiona la orden de asesinato de Trotsky en México, recientemente publicó otra pieza de largo aliento: Como polvo en el viento,  en cuyas 672 páginas hay material de sobra para pensar hasta la extenuación.  Una de esas frases memorables surge de la evocación que hace uno de sus personajes, Adela, de un comentario que en alguna ocasión le hizo su amigo Marcos: “En el socialismo nunca sabes el pasado que te espera”.

Son diez palabras que describen con toda crudeza el drama de los gobiernos tan alabados por los progresistas del mundo, esos que parafraseando a Marx y Engels, parecieran entonar: ¡Embaucadores del mundo, uníos! Por eso es que no debe extrañar un Bolívar medio zambo; la reivindicación de un pulpero, amo de esclavos y robagallinas irredento como Ezequiel Zamora; o la mistificación del propio guerrero derrotado que fue el comandante eterno. Se empeñan en fabricar un pasado que a ellos se les antoja, hasta engendrar estas pesadillas que ahora el país vive.

© Alfredo Cedeño

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