Poco se dice que la distancia entre cero y uno es amplia. Todo lo que empieza por cero termina en cero, se sume, reste, divida o multiplique. Mientras que, por su parte, el uno da pie a un sinfín de posibilidades, pues de este se salta al dos y así hasta la longitud del número pi. Con lo particular que podrá ser esta metáfora en torno a la matemática, el punto es el siguiente: nadie ha logrado nada pensando que es como el número cero. No obstante, muchos, incluso cuando esto debería ser obvio, nos hemos considerado como menos que nada. Esto nos lleva a preguntar el por qué tantos, teniendo mucho potencial, han caído en esto. Para ello, deberemos indagar en la psicología y el paradigma que lleva a que un ser creativo se olvide de lo que es y se entregue, por voluntad propia, a la grisácea medianía de vivir sin realmente vivir.

A la hora de aproximarnos a este problema es importante denotar que lo hacemos desde la perspectiva plenamente mental, lo que es decir, indagaremos sobre las premisas y creencias que pueden llevarnos a la sensación generalizada de impotencia. Significando en este caso con «impotencia» la falta de capacidad para procurarse satisfacción o realización en cualquier objetivo de vida.

Ahora bien, en primera instancia, todo empieza y termina por cómo nos identificamos en el meollo de nuestro ser, ya que, indistintamente de lo certero o lo inverosímil de esa imagen, esta condiciona mucho de nuestra relación con el entorno. La impotencia trae consigo un adjetivo mediante el cual calificar nuestro rol en la vida. Este adjetivo es el de «victima». Cuando hablamos de ser «victimas» lo hacemos conforme a la tercera acepción del término por parte de la Real Academia Española: «persona que padece daño por culpa ajena o causa fortuita». Este significado es clave por cuanto del mismo podemos sacar los dos elementos esenciales que dan forma al rol de «victima»: el «mundo» o lo externo es algo que nos pasa sin tener nosotros control alguno, por un lado, y, por otro, tal «mundo» es lo que define cómo nos percibimos a nosotros mismos. En este orden de ideas es importante aclarar que no se plantea que no pasen cosas fuera de nuestro control en términos objetivos, sino que hablamos de cómo nos relacionamos con ese hecho y cómo nuestra interpretación conlleva a un patrón de conducta.

Al ser «víctimas» tenemos dos opciones: rehuir del «mundo» y así evitar más daño, una estrategia insostenible al ser nosotros criaturas gregarias y sociales, o hacer, de alguna manera, que el «mundo» nos acoja. Este último camino lleva a lo que el Dr. Robert Glover ha denominado el triángulo de la victimización. Como «víctimas» buscamos incesantemente agradar, complacer para ser queridos por «el mundo», pero, para nuestra desgracia, esto siempre termina en una inmensa frustración. Como víctimas haremos de todo para ser apreciados, aun si el gesto es genuino o no, tras lo cual denotaremos que el «mundo» o los demás no nos compensan de vuelta como quisiéramos, generando así resentimiento, y, por último, nuestra rabia se acumulará hasta que detestemos a ese mismo «mundo» que al fin al cabo «nunca nos ha reconocido».

En todo esto, como «víctimas» caracterizadas por la impotencia, hay un patrón común: toda la fuente de nuestros dolores, tal cual el de nuestros placeres, viene, para nosotros, de afuera. Nuestro sentido de ser, de nuestra valía como seres humanos, pende de la aceptación o rechazo de todo aquello que no controlamos. Esto nos fuerza a inmolar quien somos en nombre de una pantomima que creemos nos volverá acreedores de amor, felicidad y aceptación. El ruido de esta creencia, esa falta de arraigo en la belleza intrínseca de lo que somos, tiene un porqué. Hemos elegido vernos como «víctimas» porque de fondo sentimos vergüenza, una vergüenza crónica y tóxica que nos conduce a pensar que lo que somos es inherentemente «despreciable» e «indigno». Esto puede tener una variedad de causas por las vivencias personalísimas de cada uno, pero normalmente provienen de heridas de abandono e, incluso, de humillación que pudieron haber transcurrido. Detrás de tal vergüenza lo que hay es un enorme miedo que nos convence de sentirnos así con el objeto de tratar de evitar que nos hieran. Como niños indefensos siempre es más fácil pensar que el problema es uno ante la complejidad de entender los defectos y contradicciones de los adultos.

Como hemos expuesto, el paradigma de la impotencia trae consigo la identificación con la figura de la «víctima», destacándose esta por la percepción de una falta de control sobre las circunstancias en conjunto con una pobre imagen de sí. A pesar de lo complejo e intricado de lo que pudo llevarnos a sostener esa creencia, no es algo que no podamos resolver por medios contemplativos y terapéuticos. No tenemos por qué ser niños en cuerpos de adultos. No tenemos por qué seguir equivaliéndonos con una imagen bastarda que ni siquiera provino de nosotros para empezar. Tras el camino de espinas que es despertar y ver el condicionamiento por lo que es, yace un oasis lleno de abundancia y poder. No somos lo que hicieron de nosotros, somos lo que decidimos ser. No necesitamos pretender para atraer afectos, nuestra autenticidad ya se encarga de eso. Los horrores de allá afuera no definen nuestra capacidad, lo hace nuestra perseverancia por luchar por nuestro propio universo, donde el camino y el destino somos nosotros mismos.

@jrvizca


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!