La Venezuela democrática, la Venezuela que lucha por la libertad y la dignidad, recibiría con beneplácito una declaración del papa Francisco, acerca del reciente informe de la comisión especial de Naciones Unidas, que de manera inequívoca condena las graves violaciones de derechos humanos por parte de la tiranía madurista. A decir verdad, la Venezuela que es todavía predominantemente católica se pregunta: ¿por qué el Papa, una figura pública de tanta relevancia, no ha expresado todavía su opinión sobre un documento tan importante y significativo, sumando de ese modo su autoridad moral a la condena de un régimen oprobioso, que oprime y envilece a todo un país?

El documento de la ONU, además de sus contundentes e inequívocos contenidos, tiene la virtud de provenir de un ente que es visto con buenos ojos por el llamado progresismo internacional. No correría el sumo pontífice riesgo alguno de ser criticado desde ese sector político-ideológico, exceptuando a sus más radicales miembros, si mostrase su solidaridad con lo que el informe comprueba con suficiente fuerza. Por ello y mucho más, la pregunta tiene vigencia: ¿qué espera el Papa, a quien los venezolanos devotos miran con esperanzas no siempre cumplidas, para alzar su voz?

A veces, lo admitimos, recordamos con cierta envidia el caso de los esclavizados hombres y mujeres de los países excomunistas de Europa Oriental, que en una coyuntura clave recibieron el respaldo fundamental y decisivo de Juan Pablo II, un apoyo que abrió las puertas de la liberación definitiva. La diferencia está en que los polacos de entonces, los alemanes que se asfixiaban en la denominada República Democrática Alemana, los checoslovacos, húngaros, búlgaros y rumanos, a pesar de todas sus penurias y sufrimientos, no vivían una situación de catástrofe humanitaria de igual magnitud a la que hunde a los venezolanos de hoy. De allí que el respaldo decidido del papa Francisco tendría una justificación y un peso apuntalados por razones éticas aún más apremiantes.

Los venezolanos comprometidos con la libertad, repetimos, nos preguntamos qué ocurre, por qué no hemos recibido de parte de Su Santidad el sostén, la ayuda y el amparo que en su momento un Juan Pablo II ofreció con inmensa valentía a los pueblos aplastados por el comunismo. Y no podemos dejar de recordar el inmenso dolor que nos causó ver las imágenes del papa Francisco visitando, en su propia casa, al verdugo de Venezuela, Fidel Castro, en tanto que en nuestro país avanzaban la invasión comunista cubana y se extendían los tentáculos de los servicios de seguridad castristas, dedicados a establecer las bases de las torturas, persecuciones, vejaciones y demás crímenes que con prolijo detalle documenta el informe de la ONU.

Todo lo anterior lo hemos escrito con sincero respeto hacia el Papa. Lo hemos escrito con tristeza, con la frustración genuina que es producto de esperanzas casi deshechas, y con la incomprensión generada por una ausencia que nos resulta inexplicable.

Y no es que menospreciemos la línea, en todo lo esencial recta y valiente, seguida por la Iglesia Católica venezolana a lo largo de esta etapa de nuestra historia. La Iglesia venezolana ha estado del lado de la libertad, y ello lo reconocemos sin la más mínima mezquindad. Ahora bien, y como lo dijimos en este espacio editorial (18-08-2020) con referencia al documento del Episcopado venezolano en el que, luego de cuestionar las trampas del régimen, convocaba sin embargo a los ciudadanos a votar en los comicios parlamentarios pautados el venidero 6 de diciembre. Consideramos, y de nuevo con todo respeto, que la Conferencia Episcopal debería reconsiderar los contenidos de ese pronunciamiento, pues el informe de la ONU no deja espacio alguno para que las fuerzas democráticas, comprometidas con la libertad y la dignidad, se arrojen al foso putrefacto en que se encuentra el despotismo madurista.

Sería una magnífica buena nueva para los venezolanos ver al papa Francisco a la cabeza de las denuncias internacionales contra la tiranía que ahoga a Venezuela, pero desde luego, no como jefe de Estado sino como la figura de inmensa fuerza ética que encarna.

 


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