parlamentarias - CNE

Si la personalidad humana –como apuntaba el gran Sigmund Freud– se compone de elementos conscientes e impulsos inconscientes, el concurso político que reúne a nuestros declarados líderes de oposición se convierte en admisible caso de estudio. Se conjugan habilidades histriónicas más o menos responsables, pensamientos y buenas intenciones, con el superego que les motiva imponer visiones sesgadas de la realidad no pocas veces ignorada e incomprendida por ellos mismos, tanto como conducirse con marcado individualismo ante problemas nacionales que exigen imprescindibles consensos y alianzas. En casos puntuales hemos contemplado agudas descalificaciones y zancadillas que nada positivo aportan a la causa supuestamente compartida –la resistencia al actual estado de cosas que nos envuelve como país y la impostergable salida de la crisis–. Por lo visto la actualidad venezolana –aquella que viene siendo cada vez más asfixiante para las grandes mayorías–, no motiva el necesario cambio de actitud que podría mejorar los resultados de la acción opositora. Suele decirse que el adversario es el régimen y no el compañero de agrupación, un llamado de atención devenido en oquedad que no hace mella en el comportamiento de algunos actores políticos. Hagamos la salvedad que no todos los líderes del momento sufren de las inconsistencias apuntadas; algunos hacen la diferencia, aunque hasta ahora sin lograr imponerse, como demuestran los hechos.

Al no haber consenso sobre una visión consciente e inteligente de largo plazo –el “plan país” ha sido un meritorio esfuerzo–, se desgajan en resolver lo menudo e inmediato, mientras ponen de lado las más exigentes soluciones de fondo. La partidocracia como secuela de las corrientes totalitarias, se convierte en ejercicio metodológico al momento de afrontar los grandes retos que imponen las circunstancias históricas. Es el actuar de las oligarquías partidistas –y sus colaboradores de los gremios y del sector privado–, de suyo penetradas por intereses creados que piensan nada más en sí mismos mientras ignoran el interés público. Los elegidos –ello incluye, salvo honrosas excepciones, a quienes asumen funciones de liderazgo– a veces no caen en cuenta que por encima de todo tienen un deber para con la comunidad venezolana en su conjunto, no para con una parcialidad política o grupo económico aislado. Se trata de quienes intentan colocarse en un cargo público a cómo de lugar, sin importar las formas ni las reales posibilidades de éxito en la gestión –en algunos casos, prevalecen motivaciones crematísticas sobre el verdadero interés nacional–.

Dos temas adicionales vienen a cuento en estas breves anotaciones. ¿Quién puede decir válidamente –esto es, con argumentos tangibles–, que las condiciones del país han mejorado y hacen posible el buen desempeño de los agentes económicos? Aquellos que se suman al coro de voces que celebran mejores tiempos y nuevas oportunidades, parecen ignorar los 8 años de caída acumulada del PIB –80% según estimaciones confiables–, cuatro años de hiperinflación, merma violenta en la producción de petróleo y del erario público, reducción apreciable de las importaciones de insumos necesarios para la industria nacional, caída ostensible del poder de compra del consumidor, aniquilación de la moneda de curso legal y del fuero institucional, deterioro de los servicios públicos, todo lo cual ha convertido a Venezuela en país pobre de solemnidad. Un desempeño económico que auspicia actividades paralelas e ilícitas, que extiende la brecha existente entre los tres millones de habitantes “pudientes” que viajan al exterior y comen completo, y el resto de una población exangüe encauzándose a la miseria –entre ellos muchos migrantes incorporados a los estratos más bajos de los países que humanitariamente los acogen–. El país de treinta millones de habitantes (énfasis añadido) es objetivamente inviable en semejantes términos y la solución no es dejar las cosas como están para que unas pocas empresas arrojen ganancias en sus operaciones y el régimen mantenga su hegemonía. Solo una visión interesada puede admitir la conseja de quienes auspician una cohabitación que prolongaría el sufrimiento del pueblo venezolano. De otra parte, ¿Cómo pueden ser competitivas unas empresas obligadas a generar su propia electricidad, a instalar servicios satelitales para obtener comunicación fluida con sus clientes y proveedores, a pagar sobreprecios por el combustible indispensable para movilizar personal, insumos y productos terminados –no olvidemos los peajes y cobros indebidos en el camino–, a contratar gestores infames para cuanta diligencia deban acometer? Al parecer se trata de los “impulsos inconscientes” que mencionaba Freud.

Si nos remitimos a los hechos consumados en el devenir contemporáneo, el liderazgo político de oposición –nuevamente acotamos las honrosas excepciones del caso–, ha sido inepto en sus propósitos de cambio; tampoco ha dicho ni termina de decir la verdad. Es el segundo tema que quisiéramos abordar con espíritu crítico y naturalmente ánimo constructivo. Aquello que llamamos oposición política termina siendo una combinación de propósitos contrapuestos, debilidades conceptuales e innecesarias contradicciones ideológicas, estrategias fallidas, egos desenfrenados, rehenes cautivos del aparato represivo del Estado, incluso infiltraciones de factores extraños y traiciones consumadas. Por todo eso se perdió la oportunidad lograda en 2015 con la elección de las dos terceras partes de la Asamblea Nacional –la partidocracia anuló las posibilidades del buen resultado–, al igual que aquella esperanza sobrevenida en enero de 2019 –quizás el capital político más contundente que se habría logrado en los últimos veinte años–. Ahora se lanzan a lo que el gran periodista Manuel Malaver ha llamado “el Waterloo de la oposición venezolana”, unas elecciones regionales que no serán democráticas, tampoco libres ni resolverán problema alguno (léase el reciente Informe de la Misión Exploratoria de la Unión Europea). Miles de aspirantes regionales se activan tras la pitanza de unos cargos para los cuales, en caso de resultar electos, no será posible ejercer funciones con arreglo a las pautas normativas –a menos que consientan doblegar la cabeza ante el régimen–. Movilizar a la población votante en señal de protesta no puede ser razón válida cuando al día siguiente de esa elección, las cosas probablemente continuarán como están. ¿Acaso se trata de otro impulso inconsciente? Es la verdad que pocos dirigentes se atreven a revelar.

Cuestionar a la oposición sin asumir nuestra propia responsabilidad como ciudadanos, no puede ser razonable; reconocer algunos logros –grandes o pequeños en el marco de una lucha asimétrica–, es procedente en justicia. También es preciso hacer las forzosas advertencias; se trata de un serio problema que exige el concurso de gente muy seria. El país necesita consensos que incluyan a todas las tendencias, comenzando por el chavismo, como hemos insistido repetidas veces. No caigamos en la resignación impotente, tampoco en la cómplice complacencia de quienes insisten que “vamos bien”. ¿Habremos llegado a la hora de la conciencia nacional que a todos nos concierne por igual? Tienen la palabra las mayorías independientes en cuya libertad de elegir –cuando esta se restablezca–, radica el verdadero poder político.


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