El director finlandés Aki Kaurismaki vuelve a conseguir un diez con Fallen Leaves, película aclamada en el Festival de Cannes por su capacidad de abstracción para contar la historia romántica de una joven pareja, unida desde la precariedad en Europa.

De forma sutil, el director dispara sus dardos envenenados contra los fantasmas del viejo continente, al momento de situar el contexto de su narrativa acerca de dos personajes al borde del paro.

Ella vive de empleos temporales como dependienta de un automercado, como mesera de un local ignoto.

Él trabaja en el sector de la construcción, recibiendo la paga de un típico obrero, cuyo tiempo de ocio se desperdicia en el alcohol y bares de mala muerte.

Una subcultura del vacío que el realizador ha perfeccionado en retratar, mediante su técnica de planos estáticos y espacios suspendidos.

Ambos protagonistas se encontrarán en el camino, dándole una oportunidad al afecto como tabla de salvación ante el derrumbe general de un mundo gris.

De fondo, no es casual, los figurantes escuchan reportes de la guerra de Ucrania bajo asedio de las bombas de Rusia. La inmovilidad de los seres frente a la catástrofe expone una postal negra de la resiliencia, del hecho de acostumbrarse a existir en el peligro, cual resignados condenados a una sentencia capital, a una pena de muerte.

Así el autor redefine su visión minimalista que alude a clásicos como Bresson, Godard y Chaplin, siempre homenajeados dentro y fuera del campo del filme, a través de coloridas escenas, idas melancólicas al cine, afiches de películas y atmósferas de tributo crepuscular.

Es toda una reflexión sobre la resistencia del séptimo arte, acerca de los espectros que lo animan y reencarnan en la pantalla.

Pero no se trata de una revisión meta, elaborada con un fin nostálgico y condescendiente. Cualquier principio de placer se confronta con la realidad de un milenio que retrocede al fracaso del siglo XX, cuando el fascismo impuso un espíritu de conflicto bélico y nihilismo de no futuro.

Ahí precisamente surgió la obra de Charlot para denunciar a Hitler y su inevitable fracaso histórico.

Por algo, Fallen Leaves recupera aquella esencia de disrupción y mutismo audiovisual, para abogar por la libertad y el amor de cara a los monstruos del populismo extremista.

Las hojas de otoño caen en la Helsinki posmoderna que recrea el cineasta, de manera irónica con pinceladas góticas y humorísticas que también recuerdan a los zombies de Jim Jarmusch, amigo y colega de Kaurismaki en la radiografía absurda de nuestra distopía.

La fotografía y el color le proporcionan un plano pictórico a la pieza, que comulga con las paletas de Hooper, Lynch y Almodóvar, en un ejercicio de absoluta depuración estética, de despojamiento plástico, de lección de hacer mucho con poco.

La cinta nos abraza durante sus gratos 80 minutos, que suponen una respuesta a la atrofia multivérsica y serializada que se nos propone en infinidad de largometrajes barrocos, estirados en la edición.

La épica actual está convencida de la importancia de sus longitudes maratónicas, exigidas por los dueños de los algoritmos.

Kaurismaki piensa lo contrario, afirmando su talante de veterano de la vanguardia, que no necesita adaptarse o claudicar en su idea, para permanecer vigente.

Por tanto, Fallen Leaves deja muy atrás a la oferta que nos acecha y nos invade, sin que la pidamos o necesitemos.

Hora de regalársela por el servicio de Mubi, mientras llega al país en algún festival.


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