Comenzaba el año 1991 cuando el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush (padre), declaró, en un famoso discurso, que la culminación de la Guerra Fría creaba la oportunidad de construir un nuevo orden mundial “donde el derecho determinaba la conducta de las naciones y que una ONU con credibilidad empleaba su rol de mantenimiento de la paz para que se cumpla la visión de sus fundadores”.

Era quizá el momento cumbre del optimismo liberal. Fue en la víspera inmediata al inicio de la operación “Tormenta en el Desierto”, que expulsó a Irak de Kuwait, había caído el Muro de Berlín en noviembre de 1989 y en octubre de 1990 se había producido la reunificación alemana. El discurso de Bush, además, formaba parte de la propaganda previa al inicio de las acciones militares contra Irak. Por este conjunto de razones define un momento especial en la historia.

Los noventa fueron años de optimismo, las potencias totalitarias estaban en aparente retroceso y la democracia avanzaba por doquier (aunque no en China). Cuba se mantenía incólume en su estalinismo, pero, al igual que Corea del Norte y las satrapías del Medio Oriente, eran las excepciones que confirmaban la regla. De China se esperaba que se democratizara lentamente, gracias a su integración a un mundo de mercados abiertos, por medio de un contagio positivo e inevitable. Francis Fukuyama proclamó el Fin de la Historia, no había modelo que pudiese oponerse a la democracia liberal con mercados libres. Se abría un horizonte de paz, libertad y prosperidad.

Los atentados terroristas del 11 de setiembre de 2001 sacaron al mundo occidental de este paroxismo de felicidad. Demostraron que las pasiones religiosas seguían vivitas y coleando, como también muchas de las fuerzas vitales que habían sido motores de la historia por milenios. Pero, poco a poco, el tiempo demostró que el terrorismo islamista podría generar terrible sufrimiento y destrucción, aunque no dejaba de ser un movimiento susceptible de controlar mientras se lo enfrentase con prontitud y firmeza, como en efecto ocurrió.

Pasaron los años y China fue creciendo en poder y autosuficiencia. Un nuevo liderazgo en Moscú, versión bastarda y mafiosa del viejo PCUS, tomó control de Rusia. En este el autócrata Putin pretende reponer a Rusia en la posición de poder que tuvo la URSS y la Rusia zarista. Pero es muy improbable que se imponga su anacrónica visión del mundo, por muchas de las razones que se explican en este artículo.

Al mismo tiempo, algunos observadores ven en China un deseo de volver a ser el Reino Medio y que las demás naciones le presten vasallaje. Algo de cierto pensaría que hay en esta visión, pero la misma genera tal nivel de oposición que tarde o temprano será apabulladora. Al mismo tiempo, el exagerado triunfalismo de los noventa parece, en retrospectiva, terriblemente injustificado. Esto nos lleva a preguntarnos por la verdadera situación del mundo al día de hoy.

Pensado en ese tema me encontré con un interesante artículo aparecido en la publicación The National Interest (https://nationalinterest.org/feature/not-so-great-powers-us-china-rivalry-neomedieval-age-206531) escrito por Tymothy R. Heath, un investigador de la influyente RAND Corporation de Estados Unidos.

Resumiendo, el señor Heath sugiere que las posibilidades de una guerra generalizada entre Estados Unidos y China son bajas, temor que inquieta a muchos en la actualidad. Su argumento se basa no tanto en la “interdependencia” sino en un conjunto de circunstancias que afectan en mayor o menor medida al mundo entero. Por diversas razones, el poder se atomiza y los Estados pierden legitimidad.

Las lealtades mayores, por ejemplo, al Estado-Nación, se debilitan frente a otras de carácter más tribal o limitado. Los Estados pierden la capacidad de reclutar a grandes ejércitos formados por ciudadanos y tienen que basarse en fuerzas de voluntarios y mercenarios. El Grupo Wagner para el caso ruso es un ejemplo como lo son también una serie de “empresas contratistas” que adquirieron notoriedad durante las últimas guerras en Irak en el caso de Estados Unidos.

En este contexto, señala Heath, resulta difícil que Estados Unidos y China se enfrenten de manera prolongada y generalizada. Encuentra inconcebible que se repitan los escenarios de las dos guerras mundiales durante las cuales las grandes potencias movilizaron a toda la población para combatir en el frente o trabajar de alguna manera en el esfuerzo bélico, empleando todos los recursos existentes para ello, sin excepción. La guerra fue total.

A esta nueva situación la llama Heath “neomedievalismo”. Estados centrales (relativamente) débiles, libran guerras constantes y localizadas, pero de resultados inconclusos. Se busca ganancias tácticas temporales y hay pocas posibilidades de una derrota decisiva del adversario. Alianzas variables sin mayores lealtades. En pocas palabras, un regreso a la Edad Media.

Se trata de una visión interesante que merece estudio y reflexión. Ciertamente, hay una perdida generalizada de legitimidad de las fuentes de poder centralizado y tradicional. Respecto del ejercicio del poder, la tecnología puede ser un facilitador, como lo es en China, pero eventualmente también un disruptor.

En este escenario y bajo esta tesis, el gran peligro ya no sería tanto una guerra generalizada destructora de la civilización, sino períodos de caos, que pueden ser terriblemente mortíferos.

Artículo publicado en el diario El Reporte de Perú


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