Ilustración: Juan Diego Avendaño Rondon

Desde que comenzó la brutal agresión de Ucrania, ordenada por Vladimir Putin, Nicolás Maduro y algunos de sus próximos manifestaron su apoyo a aquella acción del “zar” de la Federación de Rusia. Esa actitud, contraria a los intereses políticos y económicos del país, enmarcado por la geografía y la historia en el mundo occidental, se aleja de la posición tradicional de Venezuela de rechazo al uso de la fuerza en la solución de los conflictos internacionales, acorde con los lineamientos establecidos en la Carta de las Naciones Unidas. Pero, también, desconoce el pensamiento de Simón Bolívar que el régimen dice tener por fundamento.

La Constitución vigente proclama en su primer artículo la paz internacional como uno de los valores esenciales de la República. Y luego (art. 152) establece que las relaciones internacionales de Venezuela “se rigen por los principios de independencia, igualdad entre los Estados, libre determinación y no intervención en sus asuntos internos, solución pacífica de los conflictos internacionales, cooperación, respeto a los derechos humanos y solidaridad entre los pueblos”. Por su parte, el preámbulo señala que la República debe promover la cooperación pacífica entre las naciones, la garantía universal e indivisible de los derechos humanos, la democratización de la sociedad internacional y el desarme nuclear. De manera que la carta fundamental hace de la paz el objetivo de la actuación de Venezuela en la comunidad internacional (lo que a veces se olvida!). De tal disposición se derivan obligaciones que las  normas citadas mencionan expresamente.

Desde la independencia, Venezuela no ha participado en contiendas internacionales.  Durante casi un siglo (hasta 1903) se desangró en luchas civiles, hasta que las dictaduras andinas liquidaron el “’caudillaje histórico” e impusieron la paz interna. Con posterioridad apenas si se produjeron conflictos armados de poca duración y efectos muy limitados. Pero, sus soldados no salieron a combatir en el extranjero. Durante la primera guerra mundial el país se mantuvo neutral y durante la segunda si  bien apoyó a las democracias –y fue seguro proveedor de petróleo para sus necesidades bélicas– no envió tropas fuera de sus fronteras. Tampoco intervino en los numerosos enfrentamientos posteriores, a pesar de la alianza firme con una de las superpotencias mundiales. Siempre estuvo entre quienes llamaron a la paz y buscaron solución pacífica a los conflictos. Desde el establecimiento de la democracia Venezuela condenó las guerras ofensivas de todo tipo. Por supuesto, no fue indiferente ante las peligrosas situaciones que se vivieron.

Venezuela participó en el proceso de creación  de las Naciones Unidas y su representante en la conferencia de San Francisco tuvo papel destacado en la elaboración de la Carta de la Institución. Los fundadores, resueltos a “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que … infligió a la Humanidad sufrimientos indecibles”, manifestaron estar decididos  “a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir fuerzas para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, a asegurar … que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común”. El propósito principal de la Organización es “mantener la paz y la seguridad internacionales” y con tal fin:  “tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos … el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales”.

Para colaborar en el cumplimiento de aquellos fines, Venezuela colaboró en misiones de mantenimiento de la paz establecidas por organismos internacionales. En 1957 intervino en la supervisión del cese el fuego entre Honduras y Nicaragua en 1957 organizada por la OEA. Y a  partir de entonces y hasta 1997 en ocho operaciones de las Naciones Unidas: Grupo de Observadores Militares en India y Pakistán (UNMOGIP.1965), Grupo para la Asistencia en la Transición en Namibia (UNTAG.1989), Grupo de Observadores en Centroamérica (ONUCA.1989), Grupo de Observación para la Verificación de Elecciones en Nicaragua (ONUVEN.1989), Misión para el referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO.1991), Misión de Observadores en El Salvador (ONUSAL.1991), Misión de Observación para Irak y Kuwait (UNIKOM.1991) y Misión de Verificación en Guatemala (MINUGUA.1997). La participación en esas operaciones muestra el reconocimiento de los organismos y países involucrados a la posición de la democracia venezolana.

Ni la Sociedad de las Naciones ni las Naciones Unidas ni ninguna organización han impedido las guerras. Los más fuertes pretenden siempre disponer de los débiles (incluso, les niegan derecho a la existencia, a  defenderse y recibir ayuda). Desde la antigüedad, sin embargo, se intentó establecer normas sobre la actividad bélica. Se encuentran algunas en los Códigos más antiguos. También se conocen reflexiones de filósofos y pensadores. En Roma, que dominó muchos pueblos con sus legiones, Cicerón distinguió entre guerras justas e injustas. San Agustín, que acomodó aquella distinción a la doctrina cristiana, señaló la maldad del hombre en las guerras: “Hasta las mismas bestias irracionales viven entre sí con más paz y seguridad que los seres humanos”. Pero, todavía a comienzos de los tiempos modernos, Hugo Grocio denunció las consecuencias de la falta de regulación: cuanto las armas hablan “todo ocurre como si … la furia desenfrenada permitiera todos los crímenes”.

 No es esencialmente distinta la situación en nuestro tiempo. A pesar del desarrollo del derecho internacional y de la creación de sistemas regionales de seguridad, las guerras azotan a la humanidad. Mientras se lucha por dominar las enfermedades y prolongar la vida y se realizan enormes esfuerzos para asegurar bienestar a todos, los poderosos del mundo se dotan de instrumentos eficaces para matar y se arrogan la autoridad para destruir a quienes tienen diferencias con ellos. Entonces, sus ejércitos se comportan como hordas de bárbaros que violan los derechos más elementales de las personas y desconocen las normas creadas para proteger a las poblaciones inocentes envueltas en los conflictos. La Gran Guerra dejó cerca de 17 millones de muertos  (42% civiles). Y la II Guerra Mundial alrededor de 65 millones (70% civiles). En ambas se cometieron masacres (Armenia, Nankin, Katyn, la Shoá) que aún avergüenzan a ciertas naciones.

Venezuela (como Colombia) ganó su independencia en una guerra larga y destructora, durante la cual perdió cerca de la mitad de la población. Simón Bolívar, que en sus inicios predicó la guerra a muerte, pronto comprendió el daño que le causaba al país. Por eso, desde 1815 (Carta de Jamaica), rechazó la brutalidad en el uso de la fuerza; y en 1820 (26.11) obtuvo del Jefe del Ejército Expedicionario español en Tierra Firme, Pablo Morillo (quien había impuesto el Terror en Venezuela y la Nueva Granada) la firma de un Tratado para regularizar las prácticas de la guerra. Las normas establecidas (respeto a las poblaciones ocupadas, derechos de desertores, prisioneros y heridos, tratamiento de los cuerpos de muertos en combate) aún hoy serían consideradas como muy avanzadas. Fue esa la primera manifestación jurídica del derecho internacional humanitario que recibió gran impulso al firmarse el Convenio de Ginebra (22.8. 1864).

Ese Tratado continuó en vigencia al reanudarse las hostilidades, lo que permitió evitar, en muchos casos, la crueldad de los primeros tiempos, informó el vicepresidente Santander al Congreso en abril de 1823. En medio de los combates, se mantuvo el espíritu que lo inspiró. Al iniciar la campaña final de Venezuela el Libertador proclamó (17.4.1821): “Será una guerra santa; se luchará por desarmar al adversario, no por destruirlo”. Y días más tarde al animar a los soldados les pidió “ser más piadosos que valientes”. Fue así también en las campañas del Sur y del Perú. Lo muestra la generosa Capitulación (9 de diciembre de 1824) que el general Sucre ofreció al vencido Ejército Español en la pampa de Quinua en Ayacucho (que incluía cláusulas que aún asombran por su magnanimidad: liberación de los prisioneros y traslado a España de oficiales y tropas con pago de sueldo hasta el embarque).

Resulta extraño el apoyo de una “revolución” que se califica de “bolivariana” a la agresión militar de una potencia nuclear contra un vecino pacífico, con violación de las normas jurídicas. El régimen de Venezuela, que mantiene “una alianza estratégica” con Rusia, debería condenar la “operación” en Ucrania. Podría, también, proponer al “zar” del Kremlin la adopción como código de conducta de sus ejércitos en los frentes de guerra de las cláusulas del Tratado de regularización de la guerra de 1820. Contribuiría a mejorar la suerte de millones de personas y demostrar que lo anima el espíritu de Simón Bolívar.  

@JesusRondonN


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