Cuando los analistas y políticos de izquierdas, en particular los socialistas, no tienen nada más que decir, buscan desesperadamente un chivo expiatorio. Esto tiene la ventaja de sustituir a la autocrítica. Al leerles y escucharlos, uno tiene la sensación de que ese chivo expiatorio se llama siempre y en todas partes «neoliberalismo». En sus escritos, «neoliberalismo» se ha convertido en un insulto, es el culpable de todos los males y crisis de nuestro tiempo. Un ejemplo: la izquierda socialista culpa al neoliberalismo del aumento de la desigualdad dentro de los países ricos y entre países ricos y pobres.

Esta supuesta desigualdad explica la inmigración procedente de África que invade poco a poco Europa occidental. Otra crítica es que el neoliberalismo es la causa de que nuestros bienes de consumo estén dominados por los monopolios de las industrias telefónica, aeronáutica y farmacéutica. En esta caricatura, el neoliberalismo se identifica claramente con la globalización, la cual destruye nuestros empleos tradicionales al desplazar las actividades de producción. La verdad es que el desempleo en Europa está disminuyendo.

Pero a la izquierda no le interesa la verdad. ¿Acaso no es el neoliberalismo el responsable del calentamiento global? Claro que sí. Nuestros expertos y las buenas conciencias de izquierdas creen que el clima se calienta porque las empresas productoras de energía se resisten a convertirse a la nueva religión ecológica y a sus exigencias de cambiar a fuentes de energía alternativas… y excesivamente caras. Por último, en su caricatura, el neoliberalismo no nace de la experiencia de las naciones, ni de sus éxitos económicos; el neoliberalismo no es más que una ideología impuesta por los grupos de presión capitalistas para sus propios fines, en detrimento de la gente corriente. Ya conocen este relato. Se oye en todas partes. Quienes lo niegan, como yo, no son más que siervos del capitalismo. Por desgracia. Pero como alguien que vive exclusivamente de sus derechos de autor, me entristece que esta crítica no sea válida en mi caso; sería rico.

«El neoliberalismo es imperfecto por definición. Ahí reside su fuerza. Los sistemas perfectos son totalitarios».

Lo que estos argumentos tienen en común, aparte de su falta de pruebas, es que nunca cuestionan ni los beneficios comprobados del neoliberalismo ni el hecho de que los gobiernos de todo el mundo se hayan unido de hecho a la democracia liberal, al espíritu empresarial y a la competencia. Enumeraré, a título de información, algunos de los beneficios de este odioso neoliberalismo. Por ejemplo, antes de que la economía de mercado, el libre comercio, la globalización, la competencia y la estabilidad monetaria se convirtieran en la norma en todas las culturas –a partir de la década de 1980–, dos tercios del planeta vivían en la pobreza absoluta, con unos ingresos estimados inferiores a dos dólares por persona y día.

Utilizando este mismo criterio, la pobreza que persiste se ha reducido en un tercio: un tercio del planeta vive por debajo del mínimo digno, en lugar de dos tercios. Este es el principal logro de lo que se conoce como globalización desenfrenada, que los indios, chinos y vietnamitas han abrazado con entusiasmo.

El neoliberalismo también ha permitido mejorar la calidad de vida de las clases medias. Pondría como ejemplo el acceso a los bienes de uso común, la telefonía, el ocio y los viajes. Un mundo socialista en el que el Estado lo decidiera todo nunca habría tenido en cuenta este deseo de consumir, que la izquierda habría considerado vulgar y despreciable. Gracias también a la iniciativa privada, la medicina y la farmacia han progresado considerablemente y han mejorado la esperanza de vida en todas partes. Quienes en la izquierda despotrican contra el monopolio de los grupos farmacéuticos deberían preguntarse qué podría sustituirlos.

Y qué pasaría si no existieran. ¿Habríamos tenido una vacuna contra la covid en un sistema estatal? Por supuesto que no, como ha demostrado la desafortunada experiencia de China. Gracias a la iniciativa empresarial privada, a la globalización y a la competencia, ahora tenemos acceso a innumerables modos de vida nuevos, lo que Milton Friedman llamó La Sociedad de la Elección. Gracias a este odiado neoliberalismo, el precio medio de todos los bienes básicos ha bajado. Recordemos cuánto costaba un coche, un microondas o un ordenador hace 30 años: entre 2 y 4 veces más que hoy. En realidad, al margen de la retórica, ¿quién en el mundo no está más o menos comprometido con el neoliberalismo? Con la excepción de Corea del Norte y Cuba, no veo a nadie, aunque algunos, como los dirigentes chinos, reivindiquen una especie de socialismo nacional renovado.

Está claro que el neoliberalismo no es un modelo perfecto. En primer lugar, porque no es un modelo, sino un experimento permanente; los antiguos y los nuevos empresarios se adaptan a diario. En todos los países, todos los días, y de crisis en crisis, debemos hallar el equilibrio perfecto, evidentemente inalcanzable, entre la función de los poderes públicos y la función del mercado. L a superioridad del neoliberalismo sobre cualquier otro sistema que únicamente existe sobre el papel reside en su capacidad de experimentar, de analizar sus propios puntos débiles. Los socialistas, en cambio, son incapaces de reconocer sus fracasos y prefieren perseverar en sus errores; así es como murió la Unión Soviética. En cambio, el neoliberalismo es imperfecto por definición. Ahí reside su fuerza. Los sistemas perfectos son totalitarios.

El único consejo que yo daría a los neoliberales es que no estén tan callados. Seguramente demasiado satisfechos con que el mundo se haya vuelto de hecho neoliberal, se olvidan de defenderlo y explicarlo. Esta defensa y esta explicación no deben denotar complacencia, sino una delicada mezcla de orgullo y modestia. Solo seremos fuertes si somos modestos. Pero no demasiado modestos.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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