Claudio Fermín Barinas
Claudio Fermín

Joan Miró, al referirse a un cuadro de algún pintor, decía que podía verlo durante una semana y no volver a pensar en él, pero también podía verlo durante un segundo y recordarlo luego durante toda la vida. Sostenía que los cuadros deben ser como las centellas; que deslumbren como la belleza de una mujer o de un poema. Yo mismo estoy por creer que así debe comportarse el ser humano cabal y consciente de sus alcances y no como los aventureros que se apoderaron del país venezolano o los opositores al régimen socialista de abusiva izquierda que cruzan la calle para comenzar a caminar por la acera de enfrente por donde se pasean a su gusto los padres del oprobio.

En Caracas, en la capital de un país que sufre los escarnios de un régimen militar fascista acusado de narcotraficante, desaforado y perverso, no solo grito mi voz en defensa de los que padecen la crueldad de las autoridades que se burlan de nuestra desventura sino que pongo de manifiesto mi protesta contra quienes la ofenden y vejan desconsideradamente.

Tenemos un cuerpo físico bello y esbelto, de tez que se agradece variada, blanca, negra, dulcemente morena o de asiática inclinación hacia el color amarillo y ojos rasgados y tenemos también un cuerpo moral y dentro de esos dos cuerpos el alma navega en las arterias con total libertad de acción y movimiento mientras que en las riberas de ese poderoso río que fluye en nuestro cuerpo el espíritu flota esperando que el alma indique la próxima aventura del bien y de la felicidad humana.

Y de esto se trata: nuestra alma está obligada a ser fecunda, a esparcir su aliento hacia el mundo y hacer que reine la felicidad en todo lo que roce el aire de sus alas. Ella siembra semillas para que nazcan nuevos seres que al crecer ignorarán los odios y rencores y las irresponsables discordias que intoxican al mundo.

El mundo es algo vivo y actuante; no hay manera de detener su movimiento porque lo conduce la caricia del amor. Hay flores y océanos de imaginación y nos apoyamos no solo en nuestras propias capacidades sino en la certeza de que otros confiarán en nuestra fortaleza. Es lo que tratan de encontrar los que soportan con clara conciencia vaivenes de toda naturaleza hasta sentir el llamado de nuestros gloriosos acervos, es decir, el conjunto de bienes morales o culturales acumulados por tradición y herencia. Es lo que tratamos de encontrar, pero en lugar de sentir la belleza y la sensibilidad a nuestro lado o gustar de gestos de afecto y ternura topamos con la desdicha; chocamos con la miseria humana, el desvarío y con almas quebrantadas por rojas toxinas enardecidas, envenenadas por el odio y la maldad y tenemos que enfrentar la ausencia de solidaridad y compasión de quienes se doblegan ante la autoridad militar.

He vivido toda mi vida en Venezuela. He salido poco del enrojecido país venezolano enajenado por mandatarios que sienten gusto en maltratar a la gente y me abruma pensar que hay un mundo muerto que me cerca y me agobia, pero siento también que una fuerza hasta entonces desconocida me empuja, me obliga a enderezar mi vida, a despojarme de recelos políticos y darle más vida a mi propia vida nonagenaria incitándome a participar en nuevas maneras de vivir sin sobresaltos, a aceptar la necesidad de inventar nuevas actividades productivas de bienes y sobrevivir dejando a los usurpadores del poder hundirse en el pantano de su perversa y desalmada ideología. Sé que las instituciones han caído, el chavismo ha sido duro con ellas, pero sé también que con esfuerzo y algunos años se pueden levantar, pero no así la dignidad perdida y el honor y la lealtad que desfallecen cada día.

Claudio Fermín, inclinado al bien y a la modernidad, alcalde en tiempo de aires favorables, me impuso una condecoración y mientras colocaba la banda tricolor me dio a conocer, en susurros, quién era yo; y yo me decía a mí mismo que aquel honorable compatriota podía ser un buen presidente. Algunos años más tarde lo vi arrastrarse a los pies del tirano usurpador esperando quizás la dádiva de que pensara en él si llegase el momento de abandonar Miraflores. Se lanzó como candidato en Barinas y quedó empantanado. ¿Qué le ocurrió? ¿Qué hizo que se lanzara a la ciénaga de las iniquidades? Hay quienes siguen su ejemplo y se envenenan a sí mismos. He perdido amigos de largos años que jamás creí que cruzarían la calle para confundirse con el oprobio y la mediocridad que rige al país convertido en escombros institucionales.

Coincidí en el restaurante de un hotel merideño, en hora de desayuno, y compartí la mesa con uno de esos compatriotas. Éramos amigos desde los tiempos del presidente Medina Angarita y a pesar de nuestras posteriores diferencias políticas manteníamos cierta cordialidad en el trato. Él resultó ser un chavista enardecido y yo un caminante de paso ligero sin ninguna abrumadora ideología que me impidiera ver al mundo. Al mencionar a Medina Angarita vi pasar en mi imaginación en aquel amplio comedor, sin que cambiaran sus aspectos físicos ni su manera de vestir, a los venezolanos que pusieron cara de disgusto cuando la funesta unión cívica militar nos precipitó al abismo el 18 de octubre de 1945 empujados por un oscuro coronel y su absurda doctrina del Nuevo Ideal Nacional. Yo también aspiraba a salir de los atolladeros de un país que hacía esfuerzos por no respirar más los cenagosos olores del gomecismo.

Mirando desayunar a mi antiguo amigo pensé que nunca ha quedado clara la participación de Acción Democrática cuando se asoció con los militares para ir en contra de un gobierno legítimo y electoralmente electo.

Yo tenía 14 años, pero mis hermanos urredistas o copeyanos opinaban que aquellos compromisos entre civiles y militares nunca auspician nada provechoso.

Mis hermanos alimentaban, sin embargo, cierto recelo hacia Medina porque toleraba a los comunistas, pero Medina no podía oponerse a los comunistas porque eran tiempos de guerra y Washington y Moscú se daban la mano. Venezuela se ahogaba en petróleo y Nelson Rockefeller visitaba al grupo escolar Gran Colombia regalando medias tobilleras a las chicas. Yo fui amigo de ruta de la Juventud Comunista, pero a mi examigo del comedor se le encendieron la venas «¡Sigo siendo comunista, me dijo con voz altiva mientras untaba nata a una arepita.»¡Y me gusta serlo!  Por eso no me molesta para nada seguir a Hugo Chávez hasta donde vaya, porque la muna, la platica va con él!». Creo que eso fue lo que iluminó al alcalde que me condecoró. Al parecer, la ambición y el dinero es lo que mueve al mundo político venezolano. De pronto escuché a mi examigo chavista decir: «Y ahora vamos contra la universidad!». Me levanté, tiré la servilleta de tela sobre la mesa y le dije: «¡Eres un ser peligroso!».  ¡Abandoné el lugar y lo dejé solo poniéndole nata a sus arepitas!


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