Debo admitir que me dio miedo escribir estas palabras. Aun cuando es cierto que algunas ideas toman su tiempo para gestarse. En este caso, sí percibí cierta resistencia en mí de llegar a este punto; el de tener que llenar esa llanura vacante que es la página. Titubeos como este son sintomáticos de un problema mayor que estamos enfrentando en la contemporaneidad. Podría decirse, de alguna forma, que es la enfermedad humana de todos los tiempos; pero que, dadas las condiciones de este siglo, lo que ha hecho es exacerbarse. Esta enfermedad es la del mundo del miedo.

El mundo del miedo es una condición específicamente humana, por cuanto ningún otro ser la padece como nosotros. El miedo, como mecanismo de sobrevivencia, es natural. Es aquello que hace que la liebre le huya al tigre. Es lo que nos indica que algo es una amenaza para nosotros. No obstante, nosotros, dadas esas cabezotas que tenemos, hemos tergiversado ese mecanismo de la vida. Más allá del anhelo de sobrevivir, nosotros hemos agregado dimensiones inimaginables al miedo que prácticamente lo vuelven capaz de envolverlo todo. O, lo que es lo mismo, tenemos la capacidad de sentirnos amenazados por lo que sea.

El miedo, precisaba el filósofo Martin Heidegger, requiere un objeto y nosotros estamos más que prestos a dárselo. Puede ser a la muerte, al tiempo, a los sentimientos, a los dioses, al salir de nuestras casas o cualquier otra cosa. E, incluso así, no contentos con la ansiedad que nos provoca el precitado sobredimensionamiento, hemos llegado a algo puramente nuestro: la angustia. Usando igualmente de referencia a Heidegger, la angustia se caracteriza, en contraste con el miedo, por ser esa perturbación que no tiene objeto. Es como si estuviéramos aterrorizados del solo hecho de existir.

Este estado de cosas nos está llevando, lento pero seguro, a una generación de personas vacilantes y ansiosas por las dificultades inherentes a nuestros tiempos. Un punto de partida así lleva, inexorablemente, a la percepción del mundo como amenaza y, acto seguido, a lo interno y por las inseguridades generadas, a una fábrica de neuróticos y acomplejados. Bien decía Jiddu Krishnamurti que «no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma» y en Occidente, hoy por hoy, estamos inmersos en una cultura que nos aliena de una diversidad de maneras. Tenemos premisas, de cara a los objetos de nuestros miedos, que conducen a bucles eternos en nuestras cabezas; un mundo de ideas tornado en un mundo de pesadillas.

Más allá de esta sombra de nuestra propia creación, ya están surgiendo una variedad de propuestas para extinguir, en un grado mayor o menor, el mal comentado. Van desde las comerciales, como la infinidad de libros de autoayuda y recetarios de pasos, hasta las más sustanciales como la recuperación de escuelas filosóficas clásicas, como el estoicismo y el epicureísmo, o la búsqueda de las filosofías del lejano oriente, como el budismo, el hinduismo o el taoísmo. Sea como sea que busquemos liberarnos de tanto sufrimiento innecesario, debemos saber, en lo más profundo de nuestros corazones, tres cosas:

Primero, que hay que pensar que sí hay una mejor forma de vivir y sentirnos plenos a pesar del vaivén de la vida. En cuanto a esto podemos sacarle provecho al énfasis en el poder de la fe que se nos ha predicado en el contexto de nuestra tradición judeocristiana. Debemos, en un primer punto, creer que sí hay un camino y, valga la redundancia, tener esa fe, esa motivación, para de hecho empezar la aventura.

Segundo, que lo que nos ayudará es un cambio profundo de perspectiva sobre todo lo conocido. Todas nuestras premisas se pondrán en duda. Acá nos será de gran apoyo ese espíritu científico que hemos enarbolado en el último par de siglos, pues el cambio del que se habla no es una abstracción, por lo contrario, es una experimentación continua que lleva a la recolección de hallazgos. El cambio no ocurre por indagación académica teórica o simple transmisión de palabras. Por el contrario, este se da en el camino teniendo como único maestro a nuestra propia experiencia.

Tercero y último, no hay recetas mecánicas para engendrar un cambio de perspectiva. Si empezamos a volvernos ascéticos, practicar el yoga, meditar o asumir cualquier técnica creyendo que llegaremos directo al cielo, ya lo estamos haciendo mal. El cambio está por dentro y no afuera, por lo que toda práctica no es más, como se dijo en el punto anterior, que una forma de experimentar la vida bajo otras condiciones.

Capaz nuestro peor enemigo en esto es una de las formas más insidiosas de miedo: el miedo a si se obtendrá o no lo que se quiere. La fijación con el resultado lleva, por nuestra capacidad de anticiparnos, a la ansiedad sobre el querer tener éxito. Tengamos en cuenta que todo ha de hacerse porque nos lo gozamos y no porque debamos hacerlo. Toda respuesta sale de estar inmerso en el viaje y no de pensar sobre cuándo se llega al destino. Mantengámonos curiosos y con los ojos abiertos, siempre asombrados y en la búsqueda de todos los detalles en la inmensidad que nos rodea. El camino hacia adelante lo demarca, como se ha comentado en el budismo zen; una gran fe, una gran duda y, sobre todo, una gran determinación.

@jrvizca


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