Hubo un tiempo en el que los partidos de fútbol se llevaban a cabo sin que nadie se encargara de poner orden en la cancha. Se jugaban, así pues, a la buena de Dios, en modo caimanera. Pero, hacia finales del siglo XIX apareció el árbitro, consecuencia lógica de la existencia de ciertas reglas que, con modificaciones más bien menores, pautan el juego hasta nuestros días. Lo hizo acompañado de dos jueces, uno de cada equipo, cosa que no fue, desde luego, una buena idea, visto que muchas veces ocurría que costaba ponerlos de acuerdo en la apreciación de determinadas jugadas.

Un señor vestido de luto riguroso

Tiempo después cambió el esquema: el árbitro pasó a ser la figura central y era el único que sentenciaba, mientras los dos jueces se transformaban en sus asistentes, con la limitada función de ayudar al árbitro principal, ubicándose en cada línea de la cancha, responsabilizándose, sobre todo, de la difícil tarea de sentenciar el “orsai”.

Al árbitro, siempre de negro, aunque últimamente se le permite alguno que otro color en la camiseta, se le ha dado, nada menos, que el encargo civilizatorio de regular la competencia en la cancha a fin de que no haya desigualdades ni violencia. Es así, pues, el custodio del “fairplay” predicado por los fundadores del balompié, cosa que hace armado, apenas, con un silbato y dos tarjetas, una roja y una amarilla.

Encima de áspero e ingrato, su oficio es más complicado de lo que se suele reconocer. Su jurisdicción se extiende a lo largo de un enorme rectángulo y se prolonga durante noventa minutos en los que debe generar varias decenas de decisiones, en muchas ocasiones sin disponer de la información necesaria (puede tocarle el ángulo más inadecuado para percatarse de un empujón, por decir algo) y, además, tomarlas frente a millones de personas que desde el estadio y la televisión lo observan con una lupa empañada por el prejuicio del fanático. Por otra parte, debe anunciarla al instante, no puede dejar pasar ni siquiera un nanosegundo a partir del momento en que se produjo la zancadilla o el planchazo. Se trata, finalmente, de un veredicto que resulta inapelable, nadie puede echarlo para atrás, ni siquiera él mismo, no importa que el televisor demuestre, con ventaja y alevosía, que se confundió. Encima, los jugadores siempre tratarán de engañarlo, simulando una falta, por ejemplo, un “piscinazo” dentro del área o un puntapié en la rodilla.

Por si fuera poco lo anterior, el referí es con frecuencia el perfecto chivo expiatorio que justifica, desde el punto de vista técnico y emocional, la derrota del equipo con el que se simpatiza.

El fútbol milimétrico

Desde hace un buen tiempo el arbitraje ha venido dando lugar a no pocas controversias, frente a las que se han planteado las ventajas que traería consigo el empleo de dispositivos tecnológicos en la administración de la justicia en el campo. Así las cosas, la FIFA se montó en la ola de las actuales transformaciones tecnológicas y aprobó el empleo del VAR (video assistant referee) en el Mundial de Rusia (2018). Las malas lenguas, que en el ambiente futbolístico casi siempre dan en el blanco, señalan que con ello la FIFA pretende limpiarse la cara, luego del escándalo conocido como el “FIFA Gate” y mantener, como he dicho en distintas ocasiones, su carita de inofensiva ONG. Gianni Infantino, su actual presidente, declaró sin siquiera pestañear, que “el VAR no está cambiando el fútbol, sino que lo está haciendo más limpio, más honesto, más transparente y más justo”.

El que se está utilizando en Qatar es una versión mejorada respecto al utilizado en Rusia. Según la descripción oficial, se apoya en 12 cámaras instaladas bajo la cubierta del estadio que recaban desde distintos ángulos una gran cantidad de imágenes sobre los hechos que ocurren en el campo. E, igualmente, cuenta con un balón que incluye un sensor capacitado para enviar un paquete de datos 500 veces por segundo a la sala de video, lo que permite detectar con precisión el momento en el que se chuta el balón.

Sin embargo, la aceptación del sistema no es unánime. Hay, desde luego, fervientes partidarios del VAR y de otras medidas tecnológicas, convencidos de que garantizan la imparcialidad, mientras que otros, los nostálgicos, sostienen que al eliminar el error arbitral, se deroga aquella vieja regla no escrita que lo concibe como parte esencial del juego. Elimina, entonces, uno de sus encantos, un motivo importante de las tertulias y el condimento de un espectáculo que trasciende ampliamente lo ocurrido durante el partido, además de que le quita dinamismo al juego, lo llena de interrupciones, lo “beisboliza”, pues.

Adicionalmente se alega, entre otras cosas, que infringe el espíritu y significado del offside, una regla no escrita, concebida, dicho en pocas palabras, para proteger al portero de la ventaja desmedida de los delanteros. En efecto, la capacidad del VAR para apreciar una uña o el dedo gordo del pie del atacante, traspasando la invisible línea que deja ver si sobrepasa la posición del defensa contrario, además de hacer alarde de una exactitud milimétrica, casi frívola, se brinca a la torera el espíritu de la mencionada norma.

La Mano de Dios

Escribo estas líneas desde la añoranza de un episodio imborrable. Y lo hago sabiendo que como dijo el Gabo García Márquez, “la vida no es lo que uno vivió, sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlo”.

En junio del año 1986, yo estaba sentado en las tribunas del Estadio Azteca, como uno más de los 80.000 espectadores del partido entre Argentina e Inglaterra, en el que se disputaba, en medio del contexto de la guerra de Las Malvinas, el pase a las semifinales en el Campeonato Mundial de Fútbol, celebrado en México. Transcurría el segundo tiempo cuando Maradona hizo el primer gol, mediante un “puñetazo”, superando a Peter Shilton, el arquero inglés, notablemente más alto que él. El referí concedió el gol alegando que desde donde estaba, no pudo ver los detalles de la jugada, y el seleccionado albiceleste se fue arriba 1 a 0. Posteriormente y desde la otra cara de la moneda, el Pelusa marcaría el segundo tanto, tras recibir el balón en el centro delcampo y driblar a media docena derivales, inermes ante los quiebres del argentino, anotando el que aún sigue figurando como el mejor gol en la historia de los campeonatos mundiales.

Entrevistado al final del partido, cuyo resultado final fue 2×1 favorable a la selección albiceleste, Maradona señaló que el gol “fue un poco con la cabeza y un poco con la mano de Dios”. Por su parte, el árbitro declaró que desde el lugar donde se encontraba no pudo apreciar la acción y por tanto concedió el tanto.

En la historia del fútbol esos dos goles de Maradona, ambos extraordinarios en medio de su contradicción, quedaron grabados a tal punto que la historia del fútbol mundial no puede ser contada sin mencionarlos. Y por otra parte, es uno de los casos que se utiliza con mayor frecuencia para fundamentar la necesidad del VAR.

La inteligencia artificial vigila la cancha

A partir de lo anterior miro, entonces, la experiencia de la nueva versión del VAR, a lo largo de esta primera mitad del campeonato que transcurre en Qatar y pienso, antes que nada, en la digitalización como parte de la rutina que teje la vida en el mundo de hoy, en todos sus ámbitos.

De diversas maneras y en diferentes aspectos, la inteligencia artificial ha llegado también a la cancha, adoptada como un medio para garantizar el estricto apego a las reglas que gobiernan sobre la alfombra verde, bajo la presunción de que disminuirán, casi se eliminarán, los gazapos en los que incurre el señor del silbato.

Sin embargo, no han sido pocos los reclamos al VAR durante este Mundial. El más emblemático ha sido el gol japonés frente a España. El mismo fue revisado en la sala de cámaras, y quienes las operan determinaron que el balón no había cruzado totalmente la línea de fondo y que en consecuencia el gol era válido, contradiciendo de esta manera, las imágenes de televisión que mostraban más bien lo contrario.

En suma, los especialistas argumentan que el VAR no evita todas las pifias arbitrales, que los dispositivos tecnológicos que lo constituyen no se encuentran exentos de fallos y que pueden hacerse manipulaciones en la revisión de las jugadas e incluso en la selección o evaluación de las jugadas sometidas a su jurisdicción.

Entendamos, pues, que el VAR es un sistema que depende de la FIFA. Difícil, entonces, que se maneje en función de otra racionalidad, distinta a aquella según la que se gobierna una institución cuyo oscuro expediente, elaborado casi a partir de su fundación, a lo mejor exagero un poco, alimenta todas las sospechas imaginables.

Conclusión (mientras tanto)

En el marco de lo anterior cabe señalar que las actuales herramientas tecnológicas son, sin duda, de enorme utilidad, pero según lo sugiere el filósofo Daniel Innenarity, “…tienen una gran inexactitud social y puede estar ocurriendo que nuestras sociedades estén midiendo muy bien algo que no saben qué es. La matematización de la realidad social es un instrumento indispensable, pero tanto más útil cuanto más consciente se sea de sus limitaciones”.

No sé si este filósofo vasco haya pisado alguna vez una cancha, pero lo que dice me suena que también vale cuando hablamos del fútbol.

 


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