La democracia, como es sabido, es el sistema político que defiende la soberanía del pueblo. Tuvo su origen en la Grecia antigua y es el sistema vigente, hoy en día, en una gran parte de los países existentes.

La democracia ateniense era una democracia directa, en la que el pueblo ejercía su soberanía sin la intermediación de órganos representativos. Hoy en día, las democracias son representativas, debido al tamaño de los países y a su complejidad.

Esta representatividad genera diversos problemas, uno de los cuales es el posible alejamiento de los órganos representativos del pueblo. ¿Representan realmente estos órganos la voluntad popular?

Este posible distanciamiento se produce en parte porque la información de los asuntos que tratan los representantes democráticos, administrada por los medios de comunicación, no fluye con la claridad que debiera. Los representantes del pueblo, organizados en partidos, se preocupan principalmente por controlar esta información para asegurarse los votos que puedan significar su elección, y no para explicar cuáles son sus gestiones para solucionar los problemas generales.

La información se convierte en propaganda, en la que lo importante no es tanto lo que se dice, sino cuántas veces se dice, para así conseguir que esos mensajes calen en la consciencia del pueblo.

Se generan relatos, donde, normalmente, cada partido se coordina para alcanzar una argumentación que no pueda ser rebatida por el rival, y que se vaya adaptando según cambien las circunstancias.

Lo importante, por desgracia, en estos casos, a la hora de elegir al representante político adecuado, no es su capacidad de acción, inteligencia, bondad o patriotismo, sino su capacidad dialéctica para convencer al pueblo y asegurarse su elección y la de los suyos.

La solución, claro, no es eliminar la democracia representativa. Como dijera Churchill, la democracia es el peor de los sistemas, excluyendo todos los demás. La solución pasa por entender que la democracia es gradual y no significa, que porque haya elecciones, exista ya automáticamente democracia. Los sistemas políticos pueden ser más o menos democráticos.

Por ello, y debido a la complejidad y tamaño de los países actuales, se debe profundizar en la democratización de los sistemas políticos vigentes, para conseguir que los representantes luchen al máximo por los intereses del pueblo.

Algunas de esas medidas incluyen la separación clara de los tres poderes: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, y la representatividad por distrito del Poder Legislativo.

Pero además la información política debe fluir con libertad y criterio. Esto ocurriría en el momento en que la información sobre los asuntos del Estado que tuviera el presidente del gobierno, fuera la misma que la que tuviera un obrero o un agricultor. Es decir, que no hubiera ningún secreto entre lo que se discute en el consejo de ministros y lo que se discutiría en el ágora griego.

El pueblo, claro, también debe tener la responsabilidad de distinguir entre la información y la propaganda, para fomentar aquella sin caer en la saturación que finalmente produce esta.

Uno de los ardides de la propaganda es apelar a los instintos más bajos, consiguiendo trasladar al pueblo un enfrentamiento que tan solo tiene su razón de ser en luchas elitistas por el poder. Así suele ocurrir con el enfrentamiento de izquierda y derecha, donde muchos partidos políticos intentan que los ciudadanos se identifiquen con alguno de los dos bandos, incitando al odio y al enfrentamiento, cuando ninguno de ellos representa en realidad el bien general.

En definitiva, debido a la complejidad de las sociedades en las que vivimos, sin información no puede haber democracia, pues sin ella, el pueblo no puede estar al tanto de los asuntos que sus representantes manejan, y no pueden controlar que la acción de estos esté dirigida a luchar por el interés general.

 


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