En estos días, las palabras maquinaria del fango, lodazal, el charco de barro, están en la boca y oídos de los ciudadanos y en los debates parlamentarios de los países occidentales. Pareciera que el debate no sería auténtico si no estuviera trufado de algún insulto, insidia o afirmación calumniosa. Incluso alguno políticos más reflexivos son en ocasiones tachados de tibios. Las redes sociales multiplican la audiencia no de las ideas fértiles o de los argumentos sutiles, sino de los golpes zafios de unos a otros.

La utilización de la justicia con finalidades políticas, lawfare, que no es sólo de esta época, cobra más relevancia en los últimos tiempos. Así en Guatemala, donde la actuación de la fiscalía estuvo a punto de impedir la toma de posesión y el comienzo del mandato del nuevo presidente. O en España, donde el presidente Sánchez se ha tomado cinco días de reflexión ante los ataques furibundos contra la actividad profesional de su esposa, decidiendo finalmente volver a la arena política con renovados bríos.

Hay una combinación constante de la emisión de bulos, medias verdades y construcciones mediáticas tanto en redes sociales como en medios de comunicación de escasa fiabilidad, recogidos más tarde por algunos medios de difusión considerados de mayor empaque que generan situaciones de tensión considerable en el ámbito político. Países como Perú, Colombia, México o España se ven continuamente sacudidos por esta combinación de hechos, interpretaciones, declaraciones y denuncias judiciales que acontecen sin cesar.

En español existe una palabra recogida por la Real Academia de la lengua que expresa con meridiana claridad lo que parece estar aconteciendo en el ámbito político. El vocablo es mentidero: definido por el diccionario de autoridades como el sitio o lugar donde se junta la gente ociosa a conversación. Llámase así, porque regularmente se cuentan en él las fábulas y mentiras.

No sería bueno que los parlamentos, asambleas o congresos de los países pasearan a la historia en esta época como mentideros. Pero la combinación de las discusiones parlamentarias, su reflejo en los medios de comunicación y la inmersión final en una demanda judicial donde la pena es la de banquillo y no la sentencia, nos lleva a afirmar que esta situación no es de un ejemplo positivo para generaciones actuales o futuras.

Ello debe combinarse con el papel de las redes sociales, de un signo y otro, donde cualquiera puede expresar lo que le viene en gana y donde el número de likes multiplica su relevancia, según lo excesivo del argumento empleado.

Valen los ataques personales, las agresiones a los familiares, a sus ancestros, a sus descendientes (véase la acentuada actividad del Partido Republicano en la persecución del hijo del presidente Biden). En fin, no parece que haya freno cuando se trata de perseguir al oponente, incluso cuando parece acorralado.

Los ataques personales y las acusaciones a los familiares deberían ser desterrados de la vida política. No solo por su ausencia de elegancia sino por ser un método torticero de vilipendiar al adversario. La historia registra además y los refranes castellanos lo recogen, que es bastante habitual que quien siembra vientos recoge tempestades. Señala el Instituto Cervantes en su significado la advertencia de las terribles consecuencias que puede acarrear realizar malas actuaciones o predicar malas doctrinas. Nada que añadir más que las consecuencias las pagan los ciudadanos.

Es posible que esta ola de insultos que recorre los parlamentos permanezca, pero ello no hace sino alejar al ciudadano de las diatribas políticas en lugar de interesarlo por los problemas reales de la vida democrática.

Mas valdría que se tuviesen en cuenta reflexiones como las que se contienen en el libro el colapso de la Administración Pública en España, donde se afirma que en el caso de que surja cualquier crisis imprevista, el desmayo de los ámbitos administrativos afectados se puede considerar, lamentablemente, asegurado. (Ramió,2024).

Se impone una regeneración democrática siguiendo la estela de los regeneracionistas del siglo XIX como Lucas Mallada y Joaquín Costa, que alcance a toda la política, tanto de la derecha como de la izquierda, de manera que el debate moral vuelva a la palestra y se acerque a las preocupaciones de los ciudadanos, a quienes no les importan tanto los resultados electorales o la victoria del debate parlamentario, como la solución de los asuntos de su vida cotidiana.

@velazquezfj1


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