Afortunadamente cada día es menor el número, aunque todavía subsisten no pocos casos, de situaciones en las que oímos decir, ante el evidente maltrato por parte de su pareja, a una mujer –o a un hombre, que, aunque en menor porcentaje, también los hubo y hay; conocí más de un caso–, “¡Yo lo adoro! Pobrecito, él no me quería hacer daño, lo que pasa es que perdió los papeles, pero él me ama muchísimo.” Modelos de frases de similar tenor son infinitos. Lo habitual en esas circunstancias era ver evidentes secuelas de las acciones del energúmeno –o energúmena, de turno: ojos amoratados, hematomas, cuando no alguna extremidad escayolada.

Cuando escenarios como ese desbordan el ámbito doméstico, se puede llegar al llamado “Síndrome de Estocolmo, en el que el que sufre determinado tipo de violencia, pero sin evidencias físicas, desarrolla un alto nivel de empatía con quien le agrede. Hay dos casos emblemáticos que se suelen citar a manera de ejemplo por excelencia. Uno fue en agosto de 1973, cuando Janne Olsson intentó asaltar un Banco de Crédito de Estocolmo, Suecia, de allí el nombre del trastorno, y al encontrarse acorralado tomó como rehenes a cuatro empleados del banco; sin explayarme en los detalles, lo cierto fue que los cautivos terminaron protegiendo al captor para evitar que la malévola Policía de Estocolmo no le hiciera daño al querubín. Fue famosa la frase de una de las rehenes asegurando que no le asustaba el malandrín; “me asusta la policía”.

Otro caso similar fue el de Patricia Hearst, nieta del magnate William Randolph Hearst, quien había sido secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación; al poco tiempo anunció que se había unido a sus captores y, si la memoria no me falla fue en abril de 1974, fue grabada, fusil en mano, en el asalto a una sucursal del Banco Hibernia en San Francisco.

Estas vinculaciones afectivas que se generan entre víctima y victimario han generado mucha tela para cortar.  Es una relación que ha ido mutando y que se manifiesta de las maneras más inverosímiles. Es así como podemos encontrar a un número, cada vez mas grande, de personas que afirman que en Venezuela no está ya la cosa tan mal, que son exageraciones de “los guerreros del teclado”, que tampoco es que Nicolás y Diosdado son tan hijos de su bendita madre como se dice por ahí, que eso de Otoniel Guevara y los policías metropolitanos son habladurías, y a Roland Carreño lo mandaron a un spa a que se corrigiera la papada. Lo de Juan Pablo Pernalete, Neomar Lander y todos los otros muchachos ajusticiados por el malandraje rojo rojito, se asegura que esos han sido excesos de algunos funcionarios descontrolados.

La escalada de justificativos luce también sin control. Así vemos a “personalidades” que piden se suspendan las sanciones contra Nico, Diosdi y su combo; mientras que actrices, cantantes y contorsionistas aseguran que la cosa no está tan mal y que ahora Venezuela es otra.

Por todo esto es que estoy, y uso una expresión muy española, hasta las narices de oír y leer que somos el mejor país del mundo, que tenemos las playas más bellas del mundo, que no hay hembras más sabrosas que las venezolanas, que tenemos el salto de agua más grande del mundo, que etcétera de los etcéteras de los etcéteras. ¿Para qué nos sirve todo eso? Nos hemos convertido en el erial más patético del mundo, y que salten a rabiar los chauvinistas uña en el rabo. No es que somos del Tercer Mundo, ni a eso llegamos, somos parte del Quinto Mundo, a eso nos han llevado estos engendros rabiosos que han antepuesto sus fantasmas ideológicos al bienestar de la que fuera una nación pujante y la esperanza de buena parte del mundo. La hambruna española, portuguesa e italiana del siglo pasado fue calmada desde las arcas inagotables de Venezuela; fuimos la guarimba contra las torturas, desapariciones y carcelazos del Cono Sur; y así podría seguir enumerando lo que fuimos. No somos nada, somos el hazmerreír y los parias del siglo XXI. Somos un grupo de menesterosos que nos pasamos la vida oteando el horizonte en busca de nuevos nortes. Solo los alcahuetas y beneficiados, de una manera u otra, de la plaga chavista y madurista puede decir algo en favor de este desastre que somos.

Para curarse hay que asumir el mal y tratarlo de la manera correcta, lo otro es caer en manos de yerbateros y charlatanes que solo agravarán las dolencias.

 

© Alfredo Cedeño

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