El verano es por excelencia la temporada del mar, con sus lánguidos baños en las aguas azules hasta el horizonte. En nuestro imaginario, el Mediterráneo ha sido siempre la extensión salada de los pueblos antiguos, puente y camino entre una isla y otra, el jardín acuático que nos ofrece generosamente algas, peces y maravillas arqueológicas, el tónico chispeante de la imaginación que nos empuja a viajar y descubrir nuevas rutas y nuevos destinos.

Sin embargo este verano (como los últimos años, demasiados), mirando al mar con una cerveza fría en la mano, es imposible no pensar con horror en lo que hay debajo, bajo la superficie del Mediterráneo y de nuestra conciencia. Con amargura y vergüenza estamos obligados a reconocer cómo las aguas que bañan nuestras playas son hoy un cementerio submarino sin coordenadas ni cruces, abismo de los derechos humanos: los naufragios de los migrantes son la última catástrofe de nuestro tiempo y también del primordial derecho a un entierro digno.

«Thalatta«, el mar. «Thanatos«, la muerte. Las dos palabras se parecen en griego antiguo, con la poderosa aliteración inicial. Hades, el dios del inframundo, era el hermano mayor de Poseidón, a quien constantemente reclamaba su óbolo: las almas de los aventureros que se atrevían a cruzar el mar vinoso y violeta. Según algunas versiones, el infierno y su miseria se abrían en las profundidades del mar y cuando los dioses enojados condenaban a un hombre a la ruina, el castigo era hundirlo junto con su barco para que nunca resurgiera.

Ulises fue el primero, siempre lo es. El protagonista de La Odisea sostiene firmemente su timón hacia el horizonte y nunca por debajo de él: las ninfas del mar y del viento nadan alegremente en la superficie, en cambio el abismo es el reino de los monstruos marinos, de donde emergen las despiadadas sirenas con su letal canción o criaturas aterradoras como Scylla y Charybdis. En el mundo antiguo ninguna muerte era más aterradora y cruel que el naufragio en el mar y la pérdida del cuerpo entre las olas y el vientre de los peces. El griego antiguo distinguía entre la muerte abstracta, thanatos, y la muerte encarnada, nekus, es decir, el cadáver. En la mitología clásica, el imaginario del inframundo no correspondía a un torbellino de almas inmateriales e invisibles como en el infierno cristiano, espíritus blancos como fantasmas y purificados de todo vínculo con la carne a la que pertenecían anteriormente. Para los griegos, el nekus era simplemente la muerte, un cadáver que había que enterrar según los rituales y que seguía teniendo hambre y sed de sacrificios en el reino de los difuntos. De consecuencia, si el cuerpo desaparecía en el mar no había esperanza después de la muerte: los ahogados y náufragos eran condenados a vagar sin conocer el descanso eterno, a consumirse por la falta de sacrificios y oraciones, desterrados para siempre del reino de Hades donde los muertos sólo eran admitidos con sus cuerpos.

Si el primer muerto insepulto que se presenta a Odiseo es Elpenor, un compañero de viaje que se cayó borracho desde un tejado (aún hoy se dice síndrome de Elpenor el hecho de caerse dormido después de haber tomado demasiado alcohol), es especialmente en La Eneida de Virgilio donde se encuentran los desaparecidos en el mar más famosos de la literatura antigua.

En el Canto VI Eneas comienza su viaje infernal como Ulises en La Odisea (pues cruzar y vencer la muerte es la etapa obligada de todo viaje por mar) y recibe una orden de la Sibila: dar un entierro digno al pobre Miseno, ahogado por la voluntad de Tritón. Eneas entierra al camarada en la playa donde su cadáver había sido arrastrado por las olas y le erige una tumba soberbia, con sus armas y su trompeta; desde entonces, este promontorio de la bahía de Nápoles lleva el nombre de cabo Miseno.

En La Eneida hay otro personaje desaparecido en el mar y que aún hoy da su nombre a un pueblo de la costa de Cilento: se trata de Palinuro, el experimentado timonel de Eneas, cuyo final es aún más trágico que el de Miseno. Caído al mar sin que sus compañeros se dieran cuenta, el marinero permaneció tres días a merced de las olas y de Noto, el viento del Sur. Una vez llegado a la playa, los indígenas lo mataron brutalmente y arrojaron su cuerpo al abismo. Sólo mucho más tarde, perseguidos por una serie de hechos prodigiosos, los habitantes de Palinuro erigieron una tumba vacía, que en griego se dice cenotafio, en honor del desdichado héroe, donde al menos su alma pudo descansar en paz frente al mar.

Los turistas de Mikonos que se bañan en las aguas cristalinas del mar griego probablemente no lo saben, pero a sólo nueve kilómetros al suroeste de una de las capitales del turismo mediterráneo se encuentra la isla deshabitada de Rineia, que alberga el cementerio más conmovedor del mundo antiguo, dedicado a los perdidos en el mar: decenas de tumbas, vacías y decoradas con poesía y melancolía, descansan frente a las aguas cristalinas de las Cícladas como eterno aviso y eterno recuerdo.

Una de las estelas más bellas encontradas en la isla (que data del siglo I a. C. y que hoy se conserva en el Museo Lapidario de Aviñón), muestra a un hombre joven sentado sobre un pedestal: su mano izquierda intenta soportar toda la amargura de su rostro inclinado hacia el mar, mientras que con la mano derecha se apoya en una roca. La presencia de la popa y del timón de un barco indica que el joven desapareció en el mar tras un naufragio y que su cuerpo nunca fue encontrado. Su nombre, Prothymos, recuerda su ardor («thymos» representa la energía vital en griego antiguo) y, por lo tanto, hace que la desgracia sea más insoportable.

En la tragedia antigua, Antígona desafió las leyes de la política para dar un entierro digno a su hermano Polinices. En la tragedia contemporánea, en cambio, a casi nadie parece importarle la suerte de los desaparecidos en el mar, de los náufragos, de los ahogados, de los perdidos. En las mismas aguas del Mediterráneo donde nos bañamos cubiertos de crema solar, sus almas vagan, lloran, suplican misericordia y recuerdo; seguimos nadando en compañía de nuestros muertos, de ayer y de hoy.

Bastaría con concederle un pensamiento y un poco de piedad para que su destino fuera menos inhumano y cruel; tal vez algún día finalmente sean admitidos en el reino reservado para los muertos en el mar, debe haber uno. Para evitar que nuestro mar sea un paraíso de turismo e hipocresía en la superficie y un infierno en sus abismos.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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