Para quienes beben en las fuentes de la cultura judeocristiana occidental y adhieren a sus valores eminentes, decantados con el pasar de los milenios, les es imposible soslayarlos como máximas universales de la moral y la decencia para el juicio crítico de las realidades humanas, sociales y políticas.

Sensiblemente, de modo particular en Europa, ahora en las Américas, hay quienes se avergüenzan de pertenecer a ese patrimonio intelectual. Aspiran a destruirlo con la violencia contra la estatuaria, incendiando íconos de la memoria.

Otros, manipulando con fines subalternos e ideológicos a tales valores intentan que se olvide al Holocausto y demonizan a Estados Unidos, o a Donald Trump y Álvaro Uribe creyéndolos sacerdotes de la religión laica que los comprende. Entre tanto, callan ante maldades que claman al cielo como las de los hermanos Castro en Cuba, las decenas de millones de personas víctimas de los crímenes de Lenin y Stalin, o las de los herederos contemporáneos de aquellos y de estos, como Nicolás Maduro en Venezuela y su cártel, cuyos crímenes de lesa humanidad relativiza, sin inmutarse, el canciller europeo Josep Borrell.

Una cosa es admitir y coloquialmente, como lo hace Zygmunt Bauman, que los sólidos culturales sufren el embate de las liquideces, de la fluidez de datos e informaciones que impone la revolución digital. En efecto, los hace sobreabundantes y confunden a las gentes como en una Torre de Babel. De allí la recurrencia de las verdades ficticias o al detal sobre las redes, que la jerga de los internautas denomina fake news.

Al instrumental digital se le transforma en dogma profano o finalidad existencial, y de suyo no pocos lo aprovechan para imponer en el plano de las ideas las llamadas TDE o tecnologías de eliminación. Acabar con la competencia dentro del libre mercado de las ideas, tal como lo hacen en la economía algunas plataformas como Amazon o Twitter o la experiencia de transporte Uber: que destruye empresas familiares de taxis o «carros libres»: así se les llama en la Venezuela de los años cincuenta, es el desiderátum. No cabe duda.

La destrucción de los cimientos de la cultura occidental es propósito concertado entre sus enemigos de siempre. Al cabo han logrado alianzas coyunturales con el «periodismo subterráneo» o digital, de ordinario anónimo o sujeto a la censura de conveniencia por los verdaderos gobernantes del siglo XXI: los propietarios de las «redes», con poder hasta para anular la memoria oral, escrita y circulante.

No por azar coinciden en el camino los practicantes de la narcopolítica que tiene como cuna a la falacia marxista cubana, el mundo del terrorismo, los traficantes de dineros ensangrentados, el Foro de Sao Paulo, el partido de la izquierda europea, los confundidos de la social democracia, el fundamentalismo islámico y no pocos expresidentes que se resisten a quedar como jarrones chinos. Les sirven como mascarones de proa.

El humanismo griego y el cristiano renacentista de Oriente y de Occidente –del que nada aprenden los imanes ni los ulemas musulmanes pues ni conocen ni se interesan por el griego o el latín y solo receptan lo que no contradice al Corán– nos enseña sobre la unidad del género humano, la igualdad de naturaleza de todos los hombres, la dignidad inefable de cada alma creada a imagen de Dios, la dignidad del trabajo, la dignidad de los pobres, la primacía de los valores interiores y de la buena voluntad sobre los valores externos, la inviolabilidad de las conciencias, la exacta vigilancia de la justicia, la llamada universal a tomar parte en la herencia de la libertad de los hijos de Dios, la santidad de la verdad, y la ley del amor fraternal.

Ese patrimonio –suma de Acrópolis, Capitolio, y Gólgota, según la luminosa síntesis de Guadalupe Codes Belda– está bajo amenaza cierta. Lo estuvo durante la penetración utilitaria de ideologías «transpersonalistas» como el comunismo, el nacionalismo extremo, el nacionalsocialismo y el fascismo, procuradores de la «cultura de la muerte» a partir de 1914 y de 1939.

El socialismo del siglo XXI, resurrección de esos males históricos ahora coludidos –es lo inédito– con la criminalidad transnacional organizada, pasados 30 años se muestra como la llaga purulenta que es: Odebrecht y el preso de Cabo Verde son solo síntomas. Rebautizado como «progresismo» globalista viene socavando los principios de Humanidad. El “Informe de la misión internacional independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de Venezuela” es una reveladora auditoría de la casa matriz

¡Cómo serán de graves los crímenes de lesa humanidad allí documentados, organizados desde el Palacio de Miraflores, que la propia ONU, patio del celestinaje mundial de las izquierdas, mal pudo morigerarlo!

La misión de la ONU es concluyente en su sentencia. Tiene motivos razonables para creer y sostener que han ocurrido asesinatos arbitrarios, ejecuciones extrajudiciales y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes – incluyendo violencia sexual y de género – como desapariciones forzadas y detenciones arbitrarias que tienen por víctimas a centenares de venezolanos, civiles y militares, todos documentados, sin contar a los 5 millones de trashumantes que se han visto obligados a emigrar por el contexto represor dominante en Venezuela.

Se pide la actuación de la Corte Penal Internacional y la justicia universal de los Estados contra el régimen de Maduro. Lo imperativo, sin embargo, es frenar la colusión. Atajar la complicidad, el silencio de conveniencia, la simulación de normalidad de quienes conviven políticamente sin avergonzarse con el mal absoluto, y prostituyen la idea de unir la justicia con la misericordia que nos lega Santo Tomás Moro.

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