Cada vez que el tema del machismo vuelve a estar sobre el tapete, ora por algún suceso que desencadena una de esas olas pasajeras de colectiva indignación o burla, ora por el involucramiento de sectores de la opinión pública en análisis más profundos dentro del marco de la búsqueda de soluciones integrales en materia de derechos humanos, el uso de tal término acaba constituyendo un cómodo recurso para englobar una miríada de graves problemas estrechamente relacionados entre sí, aunque difíciles de diferenciar, que dejaron la cuestión del quién tras el umbral que la humanidad comenzó a traspasar en las postrimerías del siglo XX.

En efecto, lo que de manera genérica se denomina «machismo», en esta parte de la contemporaneidad, es en realidad un conjunto de qués entretejidos en torno a una gama de modos de comportamiento anclados en la violencia y en el deseo de ejercer cualquier forma de poder a través de ella que, sí, tienen su origen en el pensamiento patriarcal, pero no son privativos del hombre, pues el desarrollo y la universalización tanto de la conducta de «macho» como de las actitudes que derivan de la aceptación de aquel conjunto de desviaciones como norma poco tienen que ver ya con el sexo, por no hablar de otros factores, como la identidad de género o la orientación sexual. Así, por ejemplo, son tan machistas, desde esa perspectiva, el hombre heterosexual que confunde hombría con engaño y maltrato, y el homosexual que considera que su pareja —otro hombre— debe circunscribir sus actividades a la esfera doméstica mientras él desempeña el papel de «proveedor», como la mujer que cree que su función, su propósito de vida en cuanto tal, es coadyuvar a generar y mantener un estado de cosas que asegure en la sociedad una hegemonía del hombre fundamentada en criterios religiosos o de otra índole, y la supuesta feminista cuya visión del «deber ser» no es la de un mundo de libertades plenas e igualdad de oportunidades, sino la de uno, cimentado en lo matriarcal, donde las mujeres dominen a los hombres de la misma forma ruin en que muchas fueron y son aún sojuzgadas, o en otras palabras, la de un escenario retaliativo caracterizado por ese mismo abuso, por la misma dinámica de acumulación de agresiones, resentimientos y odios que ha sido uno de los comunes denominadores del devenir de la «civilización».

Cuando participo en discusiones sobre este tema suelo preguntar por qué los distintos problemas que se categorizan como «machismo», haciéndose un muy laxo uso del término —o quizá no—, son todavía algunas de las características prevalentes en sociedades como la venezolana, cuyo carácter «matricentrado» según su tipo de estructura familiar predominante, definida por vez primera en la década de los setenta del siglo XX¹, aunque de manera muy general y dentro de un endeble andamiaje de supuestos más próximos a especulaciones marxistas que al complejo contexto de su formación, se reveló a la sazón como la pieza que había faltado para poder acometer con éxito la tarea de explicar importantes aspectos de esa realidad social, lo que a partir de entonces hicieron algunos otros investigadores, entre ellos Alejandro Moreno², y se erigió además en el principal elemento diferenciador del marco del diseño de las más importantes políticas públicas para la inclusión social que se implementaron en los años posteriores, aún de democracia, de aquella centuria³. Y las respuestas a tal interrogante no son fáciles ni cómodas, ya que la repetición de los mismos errores en las patriarcales sociedades «matricentradas» como la venezolana, en las que la responsabilidad de la crianza de los hijos recae a menudo en la madre y hasta en figuras como la abuela por el abandono del padre, da cuenta de un fracaso colectivo en materias como la educativa y la cultural que mantiene vivos unos prejuicios y patrones conductuales que se conocen bien desde hace décadas.

El citado autor, por mencionar solo una de muchas distorsiones, halló en sus primeras investigaciones un generalizado miedo a la homosexualidad en hogares «matricentrados» que llevaba a las figuras femeninas a inculcarles a los niños una serie de nociones machistas relacionadas con la sexualidad, las cuales se afianzaban en la dinámica de desprecio social de la persona homosexual tras la que subyacía el temor todavía mayor de hombres y mujeres a ser percibidos como tales. En un nuevo siglo, y transcurridos varios decenios, cabe preguntarse cuánto ha cambiado esto.

En 2009, mientras colaboraba como docente en mi alma mater, la Universidad Central de Venezuela, alguien espetó en medio de una conversación, que no llegó a ser acalorada, que prefería a su hijo muerto antes que «marico»; el único hijo de aquella mujer, miembro del personal de investigación para más señas, al que, sin conocerlo, deseo desde esa sombría tarde buena salud y dicha.

No se pueden hacer generalizaciones a partir de una experiencia, o hasta de muchas, sin correr el riesgo de caer en las traicioneras aguas de las falacias inductivas, pero ¿cuántos no han sido testigos de similares manifestaciones de odio en estas sociedades que hacen columbrar dinámicas familiares y sociales como las observadas por Alejandro Moreno y otros investigadores en la Venezuela del último cuarto del siglo XX? ¿Y cuánto no se avanzaría en ellas, y en otras no «matricentradas» pero sí patriarcales, de entenderse que la perpetuación de una cultura basada en el deseo de avasallamiento y en la ambición totalitaria, o su transformación en una propicia para el establecimiento de un sistema de libertades plenas para todos, depende del abandono o no del «machismo» como modo de construcción heterónoma del individuo, hombre o mujer, que deviene en indeseados tipos de desarrollo autónomo?

Dejando a un lado entonces «escándalos» provocados por dichos o hechos que lucen más bien como calculadas acciones de personajes irresponsables, y hasta grotescos, para captar atención en aquella distopía dentro de la distopía que constituyen las redes sociales, se trata este de un tema central y pertinente en una sociedad global sobre la que se cierne la creciente amenaza de la expansión del totalitarismo y en la que todas las soluciones, a la avalancha de problemas que están sobrepasando sus capacidades de contención y «reparación» de daños, convergen en el camino de una cultura auténticamente democrática, como la mencionada. Una cultura incompatible con el machismo y formas afines de violencia.

Notas

¹ VETHENCOURT, José Luis. La estructura familiar atípica y el fracaso histórico cultural en Venezuela. SIC, 1974, nro. 362, pp. 67-69.

² Psicólogo venezolano de origen español, fallecido en 2019, fundador del Centro de Investigaciones Populares y principal investigador del «matricentrismo» en Venezuela.

³ Verbigracia, las impulsadas por Mercedes Pulido durante el período en el que presidió el seminal Ministerio de Estado para la Participación de la Mujer en el Desarrollo, esto es, entre 1979 y 1984.

⁴ En el análisis de la Venezuela azotada por el totalitarismo esto adquiere matices incluso más oscuros debido al ulterior abandono materno, en no pocos casos, a causa de la necesidad de migración.

⁵ MORENO, Alejandro. La familia popular venezolana. Caracas, Centro de Investigaciones Populares, 1995.

@MiguelCardozoM

 


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