Pocos días después de la asonada militar del 4F de 1992, el Papel Literario del diario venezolano El Nacional incluyó un artículo de Tulio Hernández analizando el fenómeno. Fue el primero que se publicó en el país sobre el tema. El gobierno había colocado en cada medio impreso un censor para impedir que se publicaran textos celebratorios. Pero suponemos que por el título metafórico del trabajo y el hecho de aparecer en el Papel Literario al censor asignado a El Nacional este escrito se le pasó. Por su carácter premonitorio, Frontera Viva ha querido reproducirlo treinta y dos años después. Allí va.


 

Publicado en El Nacional, el 8 de febrero de 1992

De ahora en adelante, tal vez, no podremos jugar como antes a la fábula del lobo. Hemos perdido los restos de inocencia. Las dos versiones que la fábula de Esopo adquiría cíclicamente entre los venezolanos de los últimos treinta años han terminado por cumplirse. La de «el día en que bajarán los pobres de los cerros» se realizó con desmesurada fidelidad en los sucesos del 27 de febrero [de 1989]. Y no han transcurrido tres años completos cuando la segunda versión, aquella de «el golpe militar que se está cocinando», se hizo presente [el 4 de febrero de 1992] con toda la fuerza de realidad que dan los traqueteos de ametralladoras sobre una ciudad que dormía cándidamente protegida por treinta y cuatro años de democracia.

El golpe llegó y, como el estallido de febrero del 89, ocurrió de manera tan rápida y, por decirlo de alguna forma, tan catártica —sin producir cambios inmediatos en la estructura política del país— que el mejor modo de evaluarlo es indagando allí donde ocurren los cambios más lentos, pero más decisivos de una sociedad: en su orden simbólico, en el imaginario y en la cultura política de su población. Hasta el mediodía del martes 4 de febrero, los venezolanos comunes desconocíamos plenamente la identidad de los golpistas. Eran sombras, fantasmas arbitrarios. No habían transmitido proclama alguna, no exigían nada, no planteaban nada. Pero la población intuía de qué se trataba el asunto y esperaba, sosegada y protegida por la presencia del presidente de la República en la TV, la aparición en escena de los responsables del hecho.

Hasta ese momento los golpistas eran sólo adjetivos: sediciosos, insurrectos, traidores. Y sucedió que, a las 11:55 de la mañana, el país entero se enfrentó a una imagen y una voz a las que no estaba para nada acostumbrado. Un hombre, relativamente joven, ataviado con las ropas de campaña clásicas del militar «duro», con una boina de combate, y un porte mezclado entre la rigidez cuartelaria y una guapetonería criolla, se dirigió al país con claridad, declarando oficialmente clausurado el capítulo. Anunciando, eso sí, que se trataba de una rendición momentánea. Que la batalla continuaría. Más tarde sabríamos que se trataba de «El Centauro». Mutación zoológica y simbólica del lobo. Lo que ha ocurrido a partir de este momento es, sin lugar a dudas, uno de los más patéticos fenómenos de opinión pública, de cultura política y de sociología del rumor que haya experimentado el país en su etapa democrática.

Fui testigo presencial de la manera como un grupo de jóvenes, de convicciones «conscientes» absolutamente democráticas, se sentían conmovidos hasta la médula, de alguna manera entristecidos y, posteriormente, profundamente entusiasmados con la presencia televisiva y el arquetipo encarnado por Hugo Chávez, el comandante del golpe. Es una revelación, el cambio de valores ocurriendo con evidencia fatal frente a nuestros ojos. Es la reacción menos esperada en un país que vivió bajo dictadura la primera mitad de este siglo y que, se supone, había alcanzado el más alto grado de solidez democrática entre todas las naciones vecinas.

Desde ese momento me he dedicado a interrogar a toda persona que encuentre, a hacer sociología de la calle, para conocer, no las opiniones racionales, sino sus sensaciones y sentimientos primarios, inmediatos, en torno a lo que acaba de ocurrir.

Para quienes estamos convencidos de que la democracia es la mejor forma de convivencia y que en Venezuela ya es una forma de vida incuestionable, la conclusión es dramática. Sin atreverme a hacer extrapolaciones estadísticas, presiento que, al menos en la ciudad capital, buena parte de los electores venezolanos, y especialmente los más jóvenes, experimentaron una secreta y no siempre confesa suerte de alegría, de sentimiento reivindicativo, de ejecución de la vendetta, y de profunda, confusa y contradictoria admiración por el teniente golpista. No creo que se trate de algo permanente, ni que se haya abierto la brecha para el despegue de una generación que legitime el autoritarismo. Pero es obvio que una lectura simbólica, más allá de lo que todos han dicho —la corrupción, el paquete económico, el hueco fiscal, la reflexión necesaria, el examen de conciencia— nos puede iluminar, aunque sea parcialmente.

La televisión en vivo, la misma que catapultó a Martin Luther King y acabó con la vida política de Richard Nixon, hizo otra de las suyas. El país, y especialmente el más joven, el que se formó en democracia, fue sorprendido en sus convicciones. Quien apareció en escena no se parecía en nada a nuestras referencias más cercanas de un golpista — Jaruzelski, Pinochet, Videla, Noriega— pero tampoco mostraba el rostro obeso, el cuerpo generalmente entrado en peso y la actitud cincuentona de nuestros generales.

Y esta primera sorpresa abrió paso a la segunda, a la más importante. Aquel hombre dijo algo que los venezolanos no estamos acostumbrados a oír de un hombre público en cadena televisiva: «Yo, ante el país y ante ustedes (sus compañeros de alzamiento), asumo la responsabilidad de este movimiento bolivariano». Es decir, dijo: «yo soy responsable de…», dijo «yo asumo la culpa…».

La frase mágica, muchos venezolanos vieron a alguien que asumía la culpa, la responsabilidad de algo, no importa qué, y se sintieron conmovidos. Es decir, la gran irresponsabilidad histórica asumida por el joven grupo de golpistas quedó convertida en «responsabilidad» sólo porque no hemos oído a alguien que nos convoque públicamente para decirnos «yo asumo la responsabilidad de no haber construido las cien mil casitas prometidas». «Yo soy responsable de la deuda externa» o «yo asumo la responsabilidad del mal funcionamiento de este hospital, o de esta escuela».

Probablemente exagero, pero durante el día 4 de febrero, muchos venezolanos jóvenes pensaron haber encontrado un héroe en quien creer, alguien que contrastaba su discurso, las edades y los gestos que horas más tarde verían en el Congreso Nacional. Es la confusión, es el vacío simbólico, es la ausencia de referencias, es el escenario donde la razón y las pasiones, que siempre tienden a ser bajas, se confunden.

Periódicamente, cuando trato de explicarme lo que ocurre en Venezuela, cuando trato de entender qué está operando en los valores, en los sentidos de esa mayoría de venezolanos de los que estamos tan distantes, veo y reveo una de las secuencias fotográficas del 27 de febrero. Se trata de un joven que salta, sin sentido y con odio, sobre el techo de un pequeño automóvil europeo. Lo destruye porque no sabe a quién odiar, porque no sabe con quién organizarse, porque no sabe quién lo representa. Lo destruye porque no sabe cómo poseerlo.

Pienso que él actúa como los que se sienten reivindicados por Hugo Chávez. Por ausencia. Por vacío. Ayer en el almuerzo en un restaurante un mesonero lo resumió cruelmente, aludiendo a las declaraciones del general Peñaloza [sobre la intención de los golpistas de asesinar al presidente y ahorcar corruptos]: «la imagen de un grupo de corruptos ahorcados en una plaza —dijo con cierto rubor— me hizo feliz, pero recapacité rápidamente porque lo que me da lástima es la democracia». A quienes hemos crecido junto a ella, también. Es la confusión. Ya llegó el lobo.

Artículo reproducido en el diario Frontera Viva


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