La cultura líquida moderna ya no tiene un pueblo que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir.

Zygmunt Bauman

Antes de morir, las últimas palabras de Hamlet a su amigo Horacio fueron: «The rest is silence» («lo demás es silencio»). Esta es la paradoja del líder líquido moderno: decir silencios disfrazados de verborragia… Al cabo, todo sigue siendo afasia política. Los discursos de la polis se han vaciado de significado y se han colmado de intención publicitaria. Ya casi no se habla de ciudadanos, sino de electores —modo eufemístico de aludir a los clientes de cierto producto de masas—. La razón, entonces, como conductora de la voluntad en pos de algo que uno estime en tanto que verdadero y valioso, es obsolescente. Nos ocuparemos, pues, de algunos aspectos del discurso del liderazgo político en la modernidad líquida, sin menoscabo de poder trasvasarlos a otras áreas.

Quizás no haya habido en la historia un silencio más ruidoso que el de la posmodernidad: toneladas de verbo insustancial sazonadas para el consumo de masas. Casi todo lo que se dice es subsidiario del marketing. El resultado ha sido una frágil fidelización, en la que el discurso ya no importa por la profundidad y autenticidad de sus significados cuanto por el poder emocional y persuasivo de su intención electoralista.

De una parte, el político deviene en marca y es sustituible en términos de consumición. De la otra, el ciudadano es rebajado a la condición de cliente y su confianza es reemplazada por una simple y provisional conveniencia. Si no hay espacio para la entronización de la persona humana y su valor de ser fin en sí misma, tampoco queda un resquicio para confiar, creer y tener fe en alguien.

El filósofo español Manuel Mindán aludía a la noción de horizonte interior e insinuaba —no sin mucha fuerza y convicción— que el entendimiento debía mostrar a la voluntad dónde estaba aquello que estimaba como verdadero y valioso para que se dirigiera a ello, en tanto que la memoria le recordaría a aquella el domicilio del hallazgo racional… de modo que siempre pudiera volver si se extraviaba. Estas tres potencias del alma (según las concibió san Agustín) han quedado abolidas de facto en el habla del político líquido. No hay —ni importa— un horizonte interior con el cual dialogar, puesto que todo es sacrificable en aras de un voluntarismo colectivizable.

En consecuencia, los discursos de la polis líquida no tienen por audiencia a la ciudadanía, sino al electorado. La persona humana, así cosificada, deviene en individuo mediatizado y es evanescida en categorías colectivas que la anonimizan. La fraternidad, en cuanto que principio garante de la igualdad y la libertad —según el lema de la Revolución francesa—, termina, por tanto, subsumida a una solidaridad entendida como índice de una estadística electorera en la que el ciudadano es técnicamente un medio.

La τέχνη («tekné», en la Grecia Antigua, «acción eficaz, productiva») discursiva del político líquido apunta a las emociones —si muy básicas, tanto mejor—. Más que piezas oratorias, abunda la cháchara publicitaria. La razón, pues, ha sido sustituida por la frase breve e ingeniosa, casi totémica e incuestionable, pero preñada de sospechas que hay que ocultar al escrutinio de la inteligencia bajo la lencería sexy de lo emocional: la posverdad.

Casi no existe en la política actual —hay que decirlo sin ambages— liderazgo comunicante, sino liquidez comunicacional. Esta se conforma de sucedáneos relacionales: conexiones provisionales con contactos descartables. La otredad es una magnitud que se puede borrar y reescribir cuando sea necesario. Una cifra que hoy porta alguien y mañana quién sabe, a la manera del número de lista en los cursos escolares… Y como pasa con todo fluido, una comunicación hecha a la medida de su contenedor. Así pues, el político líquido regurgita en cada elector el mismo silencio absurdo devenido en lema de turno… y aquel le dará la forma que su déficit afectivo pida a gritos.

Ahora bien, ¿habrá alguna salida a esta paradoja? No intentar buscarla sería seguir alimentando el largo lamento que ha sido la posmodernidad. El liderazgo comunicante —una teoría que formulé en la Universidad Central de Venezuela hace casi veinte años, tras estudiar a los dirigentes más relevantes de Occidente— es una alternativa. Los líderes comunicantes que han marcado los rumbos de la occidentalidad (incluso desde Oriente como Gandhi) se han caracterizado por una constante: su tekné discursiva se orientó a la fundación de comunidades de discurso, no a la constitución de clubes de fanáticos.

Sus discursos recurrían a lo emotivo, aunque solo inicialmente. Había en aquellos un sólido trabajo argumental atado a lo racional. Apelaban al πάθος («pathos, pasión, emoción») para impulsar una acción social, pero como la emoción es efímera y el deseo guiado por ella pronto decae, invocaban de seguidas el λóγος («logos», razón), de modo tal que el individuo desarrollara sus propias razones para mantenerse fiel al impulso inicial. Todo ello, sin embargo, estaba condicionado por un delicado fiador: el ἦθος («ethos, moralidad»), esto es, la autoridad moral del orador. El líder comunicante, por tanto, es alguien que construye con palabras y testimonios de sí una comunidad de discurso que genere sentido vital, que llene de significado la voluntad de vivir de quienes se fidelizan a un proyecto de vida.

Una comunidad de discurso es una mancomunidad de personas que tienen en común una praxis discursiva, una visión y unos valores, en suma, un proyecto de vida capaz incluso de sobrevivir a sus fundadores. Un líder comunicante —sin importar si se halla en el partido, la empresa o donde sea— hace que la existencia tenga un significado humanamente trascendente partiendo de la suya… Y sabe que en una orquesta cada instrumento tiene un sonido peculiar, único e imprescindible para crear polifonía: una voz singular en el flujo de la humanidad… Es un Gandhi diciendo: «My life is my message» (‘mi vida es mi mensaje’).

jeronimo-alayon.com.ve


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