Había acariciado la idea de pergeñar estas líneas el pasado martes, mas desistí de ese propósito por ser 13. No soy supersticioso ―aunque de volar, vuelan las brujas, especialmente las del Consejo Nacional Electoral, quienes con sus ensalmos y maleficios han eternizado la tragedia nacional―, pero se celebraba el Día Internacional del Zurdo y, tal es sabido, somos víctimas de excesos de zurdera manual y mental.

El oxidado izquierdismo ideológico y la siniestra mano confiscatoria de Hugo Chávez nos confinaron a una dimensión atemporal sin futuro ni salida. Vivimos acuartelados en un fuerte levantado sobre los escombros de un pasado bombardeado de sofismas, embustes y tergiversaciones. Orwell lo tenía claro: “Para hacer cumplir las mentiras del presente es necesario borrar las verdades del pasado”.

Escribí finalmente el jueves, día anodino e insustancial porque, García Márquez dixit, “no sirve ni para morirse”, aunque sí “para divagar sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor importancia” (“Punto y aparte”, El Universal, Cartagena, 24/06/1948). Era 15, día de cobro y pago, de toma y dame y, ¡albricias!, se cumplían 250 años del nacimiento de Napoleón Bonaparte ―redoble de tambores y disparos de mosquetes en Ajaccio; flores en Les Invalides―, quien sería emperador de Francia, copríncipe de Andorra, rey de Italia, protector de la Confederación del Rin, enemigo de  Inglaterra, ¡la pérfida Albión!, y terror de Europa ―Stendhal en su biografía del héroe o villano (la bondad o maldad son relativas y dependen del observador)  afirma aborrecer al tirano y admirar poéticamente su grandeza―; en consecuencia, había tela de sobra donde cortar, y a una empresa de retazos me aboqué, no sin antes referirme a dos hechos difíciles de olvidar y adjetivar ―¿ominosos?, ¿abominables?: escoja el lector el epíteto de su preferencia―, acaecidos tal día como hoy 18 de agosto.

El primero de ellos, atroz, ocurrió un martes de madrugada en 1936 (a las 4:45, afirman fanáticos de la precisión), camino de Víznar a Alfacar, cuando un pelotón de fusilamiento de la falange franquista ejecutó a Federico García Lorca ―Muerto cayó Federico. /- sangre en la frente y plomo en las entrañas -/… Que fue en Granada el crimen/sabed – ¡pobre Granada!, en su Granada (Antonio Machado)―, un crimen de lesa poesía ante el cual se podría exclamar, como Fouché o Talleyrand (no hay consenso al respecto, ¿sería a dúo?) ante el asesinato del duque de Enghien: ¡No fue un crimen, fue una estupidez! El segundo, monstruoso, si no infame, fue la puesta en marcha, a petición de Adolfo Hitler del programa de eutanasia sistemática ―exterminio masivo― de enfermos mentales, niños con taras hereditarias y adultos improductivos, llamado Aktion T4. Se calcula en 300.000 el número de personas eliminadas durante esa cruzada de purificación teutónicamente humanitaria.

A veces se tilda de locura a tanta crueldad. Discrepo de la calificación por simplista. Tanto como el cliché del chiflado megalómano en pose del Napoleón pintado por Jaques-Louis David. Aunque esa satírica representación repetida hasta la saciedad en publicaciones humorísticas hizo del tenaz guerrero corso símbolo de la insania, no pudo evitarle a esta su condición de vergonzante mal, ¡amarren a ese loco!; por eso, se le oculta o poco se habla del mismo.

Los cubanos pretendieron hacer del tratamiento de los trastornos mentales una atracción turística. Era mandatorio, para quien viajaba a la isla con ánimo de conocer al hombre nuevo, dispensar una visita (guiada, naturalmente) al Hospital Psiquiátrico de La Habana, bautizado en 2006 con el nombre de quien fuese su director durante la friolera de 45 años, Comandante Doctor Eduardo Bernabé Ordaz Ducungé. Mejor conocido como Mazorra (nombre de la finca donde se construyeron sus instalaciones), el establecimiento sanitario gozó de general admiración y prestigio hasta que la BBC reveló el deceso por hipotermia de 30 pacientes, entre el 11 y el 12 de enero de 2010.

La cadena británica ahondó en el asunto y entrevistó a vecinos del lugar, para quienes, transcribo casi ad pedem litterae, “la mayoría de los muertos eran ancianos aquejados de otras dolencias, particularmente respiratorias; las condiciones del hospital son deprimentes: faltan los cristales en las ventanas, no hay colchas y la alimentación es pésima; muchos de los trabajadores del hospital crían puercos con la comida robada a los enfermos. Ahora trajeron una brigada de reparación y un camión de colchas, pero ya es tarde. ¿Cómo es posible encontrar en la calle pacientes semidesnudos pidiendo limosnas?, preguntó una entrevistada”.

La bomba noticiosa puso en entredicho la solvencia del manicomio, paradigma de los logros alcanzados en materia de salud por la Revolución cubana. ¡Pamplinas! Cual las hazañas deportivas forjadas a punta de esteroides y los presuntos avances educativos basados en el lavado de cerebros y el empobrecimiento curricular.

En nuestra paradisíaca tierra de gracia, la instrumentación a juro del modo castrocomunista de dominación social a manos de un golpista de tornillos flojos, ideas extraviadas, y, para más inri, engolosinado con Fidel, supuso duplicar sus errores; la persistencia de sus legatarios en insuflar un segundo aliento al periclitado arquetipo magnificó los yerros. Prueba de lo aseverado es un estremecedor fotorreportaje publicado el 12 de agosto en El País ―“El abandono del Hospital Psiquiátrico de Caracas”―, cuyas elocuentes imágenes no reclaman en apoyo explicativo más de 170 caracteres: “Miles de pacientes mentales en Venezuela se ven forzados a atravesar diariamente un doble laberinto: el de sus propios trastornos, y el de la escasez de asistencia médica pública que les ayude a mejorar”.

Este cuadro es el vivo retrato de una nación sin rumbo, la nuestra, donde el regente es un usurpador hecho el lunático o el yo no fui, paródica versión del demente transmigrado en Bonaparte ―tricornio de papel periódico y mano derecha entre dos botones del chaleco, la casaca o la camisa, si esta no es de fuerza―, el segundo a bordo, un guapetón de barrio y cazador de traidores a la patria, y el indispensable heraldo oficial, un loquero vengador e incombustible, encargado de desinformar y propagar embustes a la manera de Goebbels y del mismísimo Führer: “Las masas sucumbirán más fácilmente a una gran mentira que a una pequeña”.

Lamentablemente otros muy urgentes asuntos parecieran eclipsar, al menos en el plano mediático, las angustias de los enfermos y las deficiencias alimentarias de una población pauperizada con la deliberada intención de hacerla dependiente de obscenos remiendos caritativos y asistencialistas, retribuirles en votos, vítores y aplausos ―¡clap, clap, clap!― cuando el fraude lo requiera. Así como la revolución bonita se impregna de ideología nazi para sustanciar patrañas y agitar la bandera del nacionalismo, asimismo comparte con el fascismo de Mussolini la creencia de que un pueblo debe ser pobre para poder ser orgulloso ―»ser rico es malo”, sentenció el galáctico redentor de Sabaneta y, desde entonces, el ventilador rojo esparce las heces de su descomunal deposición sobre una ciudadanía sin paraguas–.

En la coyuntura actual, cuando espurios constituyentes y magistrados delincuentes disuelven a cuentagotas la Asamblea Nacional, la oposición está obligada a desmontar las falacias del régimen, juicios y argumentos elaborados a partir de artificiosas premisas y apócrifas opiniones de autoridades cuestionables; debe la dirigencia democrática batallar por la verdad aquí y ahora, con alegatos desvinculados de intereses externos: no podemos delegar en terceros nuestro destino ni entregar a la rapacidad roja el monopolio de la patria. Si esto fuese un discurso, concluiría citando a Napoleón ―“Imposible es una palabra que se encuentra solo en el diccionario de los necios”― y con un inevitable ¡he dicho!

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