Contábamos con la irreverencia propia de la mocedad. El MAS era una escuela de dirigentes pensantes, seres iluminados, con una inteligencia comprometida en la construcción de un país con justicia social. Debatíamos cada tema, leíamos no solo a los clásicos marxistas, comenzamos examinando lo humano y lo divino, estudiábamos muchos textos, hasta que la literatura se nos atragantó en las ganas; como el amor de una mujer en las venas.

Escuchábamos oradores prodigiosos, magos del verbo, que enaltecían al idioma con la creatividad propia de la genialidad. En ese reducto de la casa del MAS, frente a la plaza Bolívar de Duaca, nos iniciamos en este mundo de inquietudes. En el tránsito vital; nos conseguimos con hermanos que la vida los transformó en necesarios, seres indispensables para luchar, hasta el último aliento, individuos con argumentos sembrados en la conciencia de un fuego que alimentó el altar del corazón. Ya algunos de ellos se hicieron ataúd, pero prosiguen en nuestros sueños, otros siguen caminando con rumbo cierto al destino que idealizaron.

Un buen día nos marchamos a Caracas para escuchar a Teodoro Petkoff en el poliedro. Desde la tercera fila pudimos observarlo, ataviado de azul, con la compañía de nuestro eximio escritor Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura, trajeado de un gris plomo con camisa blanca. El gran dramaturgo venezolano José Ignacio Cabrujas fungía de maestro de ceremonias. El malogrado líder colombiano Juan Carlos Galán Sarmiento se abrazaba efusivamente con Pompeyo Márquez, quien cordializaba con el artista Pedro León Zapata, en aquella tarima se encontraba una muestra increíble del talento venezolano y extranjero. Esa noche Teodoro hechizó con una de las piezas de oratoria mejor logradas en los anales de la política. Como un hábil espadachín tocaba con su florete cada fibra sensible del organigrama venezolano. Los temas abigarrados a la idea cardinal, que como punzantes espadas, iban esparciéndose entre seres perplejos ante la claridad de un predestinado. El ruido ensordecedor de los aplausos bajó del techo multicolor, ondeaban las banderas como buscando hacerse mayoría en un país en otra dirección.

El regreso fue largo y feliz. La ilusión crecía en el pecho de un imberbe de quince años. El autor predilecto salía del nicho del párrafo para verlo materializado en aquel sonriente colombiano, inmortalizado con el mayor premio literario. Teodoro Petkoff iluminó aquellas horas del bostezar ajado  de unos kilómetros. La imagen del magnífico acontecimiento nos hizo imaginar el encuentro de la política con la literatura.

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@alecambero

 

 

 


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