He visto de nuevo la memorable y teatral película Julius Caesar (Joseph Mankiewicz, 1953) y entusiasmado con la soberbia actuación de Marlon Brando en el rol de Marco Antonio y su enardecido discurso en las escalinatas del Senado, junto al cadáver del dictador romano, mediante el cual predispone a los romanos contra los perpetradores del más famoso de los  magnicidios, me propuse escribir sobre el sino irremediablemente funesto de los tiranos; empero, juzgué, era llover sobre mojado y decidí elucubrar sobre abril, mes de plurales significaciones entre los venezolanos, especialmente ahora, cuando el bigote que baila salsa al son de su Padrino descubrió, con unos comicios a la vuelta de la esquina —o de la última página del calendario 2023—, la pólvora para hacer estallar el espectro mediático con una campaña a la reelección, como si alguna vez  hubiese sido realmente electo; ¿el detonante?: la corrupción, práctica concomitante con el régimen, ostensiblemente iniciada con el Plan Bolívar 2000 y enquistada en Petróleos de Venezuela, a partir de los pitazos de boy scout del comandante for ever, bajando el telón de la meritocracia y poniendo en las manos inexpertas de su ignara e incondicional fanaticada el manejo de la espina dorsal de nuestra economía. Ese irresponsable espectáculo, transmitido en vivo y directo con el nada subliminal mensaje, hago esto porque quiero y puedo, dio luz verde al enriquecimiento ilícito. Sería carismático el líder bolivariano, pero la improvisación no era su fuerte.

Improvisar es un defecto o una cualidad, según se vea. Se puede improvisar en el teatro, en el cine o en la música, tal los actores profesionales y los jazzistas virtuosos. Para quienes tuvieron la oportunidad de ver alguna entrega de Inside Actors Studio, programa conducido por James Lipton (†), comprendieron que hacer cosas sobre la marcha o decir algo no señalado en los guiones es una técnica dominada, especialmente, por quienes forjaron sus profesiones apegados a lineamientos desarrollados a partir del sistema e investigaciones del actor y director ruso Konstantín Stanislavski, creador del «método de las acciones físicas». No es, pues, la improvisación una forma de dar rienda suelta a la espontaneidad, sino de enriquecer un texto o una partitura sin alterar la esencia de lo interpretado. William Shakespeare, quien del tema sabía, y mucho, escribió: «Las improvisaciones son mejores cuando se las prepara», y, en uno de los programas conducidos por Lipton, el actor Christopher Walken aseguró: «No se puede improvisar a menos que se sepa exactamente qué se está haciendo». Con seriedad o ironía, Mark Twain afirmó: «Suelen hacer falta tres semanas para preparar un discurso improvisado». Y mal puede improvisar quien se ciñe a los dictados de un todo lo sé… y si no, lo invento, como Fidel Castro Ruz.

A Julio Sosa le escuché cantar: “Arrabaleros cafetines/donde empeñan sus abriles/las muchachas de percal”; igualmente he leído, en más de una crónica social, sobre jovencitas cumpliendo abriles, generalmente 15. Desde sus respectivas cursilerías el tanguero y el gacetillero social han buscado hacer del cuarto mes del calendario una metáfora de la primavera, entendiéndola como la estación del esplendente revivir de la naturaleza. No en balde trovadores y poetas –Rubén Darío, Nicolás Guillén y Juan Ramón Jiménez, en nuestra lengua y entre otros muchos–  le han cantado a su luz, a sus aromas, a sus noches estrelladas y, sobre todo, a los enamoramientos  propiciados por las flores, coloridas promesas de fragancias y frescuras; pero, y aún con la Semana Mayor de por medio, no todo es apacible entonar de himnos, cánticos y antífonas; también se dejan oír en diversas partes del globo, con hincapié mediático occidental en Ucrania, las descargas de fusilería, el traqueteo de ametralladoras, el detonar de bombas y el premonitorio ruido de sables. Abril es entre nosotros, ya lo hemos dicho y machacado hasta el hartazgo en textos pasados, mes de conjuras, revueltas, sediciones y asonadas, la más emblemática de las cuales se recuerda el día 19, a fin de homenajear a un puñado de civiles, cuyas ansias de libertad hicieron historia para ser usurpada por la uniformada arrogancia de los militares, a fin de perpetuarse en el mármol o el bronce ostensiblemente destinados a ennoblecer la brutalidad de los guerreros y no las virtudes ciudadanas.

Otro 19 de abril, pero del año 1692, comenzó en Salem, Massachusetts, un juicio inquisitorial para encausar a un grupo de personas, en su mayoría mujeres, falsamente acusadas de practicar brujería, episodio objeto de numerosas interpretaciones que, tanto en el ejercicio de las artes cuanto en el ámbito más pragmático de la política, han servido para advertir y alertar a la gente sobre los desafueros e iniquidades  inherentes a la obcecación, el absolutismo y los  fanatismos; la más notable de esas elucidaciones es, acaso, The Crucible (El Crisol, 1952), pieza teatral de  Arthur Miller, conocida en español como Las brujas de Salem. En ella, a lo largo de cuatro actos, se abordan diversos temas para componer un brillante alegato crítico del macarthismo. Traigo a colación un fragmento de la introducción, con motivo de  la caza de brujas emprendida hipócritamente por Nicolás Maduro, con  inocultable finalidad propagandística, contra funcionarios hundidos hasta el cuello en el putrefacto pantano de la corrupción: «Con buenos propósitos, hasta con elevados propósitos, el pueblo de Salem desarrolló una teocracia, una combinación de Estado y poder religioso, cuya función era mantener unida a la comunidad y evitar cualquier clase de desunión que pudiese exponerla a la destrucción por obra de enemigos materiales o ideológicos». Y, agrega el tercer marido de Marilyn Monroe, toda organización es y debe ser fundada en una idea de exclusión y prohibición, por la misma razón por la que dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio».

Cuando Chávez, atiborrado hasta los epiplones de antidepresivos suministrados por los curanderos cubanos, e incapaz de tomar decisiones sensatas, probablemente lanzó una moneda al aire para seleccionar a su sucesor  entre Nicolás y el bellaco, pero esta cayó de canto y La Habana coronó su peón y el bigotón salió premiado con la corrupción de propina, una  ñapa necesaria para  garantizar fidelidad incondicional de los, a la larga, prescindibles pendejos para quienes el peculado parecía cuestión de coser y cantar, mas no contaban con la astucia del (in)corruptible avatar de Maximiliano Robespierre; sin embargo, no engañó a nadie el reyecito con el inútil afán de rasgar sus vestiduras porque estaba desnudo y el único en advertirlo fue Tareck el Aissami —¿Cuál será el paradero de este sujeto?—. Perpetré este atentado contra el buen decir el jueves de crucifixión y no supe cómo, ni dónde encajar las siete agónicas palabras de Jesús. Las parafraseo a modo de colofón: Perdonadme, (e)lectores, no sé qué carajos hago.


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