Cuando decimos «idiota» no lo hacemos en forma peyorativa, en referencia a una persona poco inteligente, cuyo significado viene del latín como lego, sin experiencia, ignorante o el que no sabe. Nos referimos a su raíz griega idios que significauno mismo. En este sentido griego el idiota era el que no se ocupaba de los asuntos de la ciudad, de los temas comunes, de lo que era de todos. Un ser individualista que sólo estaba pendiente de sí mismo y de sus intereses. Que da cuenta de una persona en su esfera individual dedicado a lo suyo, su superación personal y familiar, y no a la vida pública. Que piensa, además, que lo que pasa a su alrededor no le afecta.

Mientras que el ciudadano, además de ser quien habita un espacio geográfico determinado, es aquel que posee un sentimiento de pertenencia por una comunidad política. En ese sentido se ocupa por las cosas comunes, por lo que es de todos y de la ciudad. Además, tiene claro sus derechos, pero también sus deberes en esa vida comunitaria. Para que en un sentido aristotélico podamos establecer que no conviene al país que ningún ciudadano se persuada de que es señor de sí mismo, sino de que todos juntos son el país.

Como vemos, son seres humanos diametralmente opuestos en su visión política y social de cómo desenvolverse en el lugar que habitan. El primero pendiente de cómo se supera y mantiene a su familia, sin importarle cómo lo hace: jugando al vivo, pasando por quien sea… y el segundo cuidadoso de lo que es de todos: pensando en los demás.

Traigo a colación estas concepciones de vida porque estamos desarrollando a lo largo de esta serie de artículos un modelo de Estado democrático cuyo norte es la participación ciudadana, el fortalecimiento de la sociedad, para lo cual se necesitan muchos ciudadanos y muy pocos idiotas.

Se trata de un Estado que pretende concebir un buen orden social, lo cual debe hacer, repito, con ciudadanos, no con idotas.

Sin embargo, podemos poner en duda que el que es idiota cambie su forma de ver la vida porque cambie el nombre del Estado, lo cual es correcto, no cambiaría, como no ha cambiado desde la aprobación de la Constitución de 1999 que establece una democracia, participativa y protagónica, entre otros atributos que no vienen a lo que estamos desarrollando. Con lo cual quiero significar que el cambiar de nombre o título no basta. Los cambios se lograrían a través de un nuevo sistema educativo donde se eduque para la generación de confianza, solidaridad, para el bien común y para la ciudad; en cuyo marco los idiotas sí responderían, pues el buen orden hace al malo bueno, parafraseando a Lechner.

Estas líneas evocaron en mi memoria el libro que escribió Manuel Felipe Sierra El poder no es para idiotas, lo hizo bajo la raíz griega y con un espíritu reflexivo haciendo referencia a la sociedad civil, en términos de Bobbio, como el espacio de los conflictos, económicos, sociales… en el ejercicio de la dialéctica social,  la tesis y antítesis que se ponen en la mesa para la sana discusión política, lo cual se ha perdido en Venezuela. Y que tiene mucho que ver, según el periodista, y mejor amigo, con las estructuras stalinistas de los partidos políticos políticos venezolanos, que por cierto han fracasado. La política en Venezuela se ha relegado al espacio de lo que denomina Manuel Felipe de la video-democracia, la banalización de los debates electorales, sobreestimación de las encuestas, el deterioro de contraposiciones ideológicas; lo cual ha hecho, según su criterio, que las organizaciones civiles intermedias tengan protagonismo inédito.

Pero también Manuel Felipe hace alusión, y es una interpretación mía, al idiota del latín por la proliferación de seudo líderes políticos que no tienen una posición ideológica, ni una propuesta real de cambio social, que anteponen su intereses personales a los del país. Planteamiento que desde que salió el libro años ha, está más vigente que nunca. Definivamente es un libro para la reflexión porque nos invita a no quedarnos en el pasado de los controles sociales sino avanzar en la dinámica ágil de la diversidad, pluralismo, participación, inclusión… y de la poliarquía.

Quiero finalizar reflexionando sobre qué necesita un Estado: ¿idiotas o ciudadanos? Los primeros abonan a una sociedad individualista que retrasa cualquier proceso de cambio porque siempre su beneficio está primero. En cambio, el ciudadano entiende que si la ciudad está mal, él está mal, por ello es proclive a los cambios sociales, a oír, a dialogar, a ser mejor como persona y como quien forma parte de una entidad social.


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