Lafargue y su esposa, Laurita Marx

Por estos días desconcertantes de la pandemia en los que uno se debate entre el ocio y el trabajo, sin saber a ciencia cierta si se encuentra en un mundo o en el otro –al menos así me ocurre a mi–, por pura casualidad me topé con algunos escritos de y sobre Paul Lafargue, médico nacido en el siglo XIX y dedicado por completo a la política hasta el día de su muerte, ocurrida a principios del siglo XX. Sin saber muy bien por qué, casi sin darme cuenta, decidí leer algunos (además de consultar al Profesor Google) y escribir estas líneas que aún hoy en día tienen, me parece, cierto sentido

Yerno de Marx

Siendo muy joven, Paul Lafargue, un cubano, nieto de padres franceses, se volvió discípulo de Marx, convirtiéndose en uno de los principales difusores de sus ideas y también, su yerno, según reza la biografía escrita por Leslie Derfler.

Fue autor del ensayo “Elogio a la pereza”, obra en la que, entre otras cosas, indicaba que los obreros no debían aspirar a mejorar las condiciones de trabajo, ni a la apropiación del mismo (conforme reza la ortodoxia marxista), sino a la mejora de las condiciones de descanso y a trabajar lo menos posible. Así, contradiciendo a su suegro, a quien por cierto no le caía bien, Lafargue reivindicaba el derecho a la holganza y al tiempo libre como opción vital e incluso política. ¡Trabajadores del mundo, relajaos! debía ser, más bien, la consigna, según lo propuso alguno de sus seguidores.

En su libro  propone que “una sociedad emancipada no es aquella en la que se  debate el derecho al trabajo, sino aquella donde se discute el derecho a la pereza, entendida en el sentido del ejercicio libre del culto a la ciencia, al arte y al entretenimiento», de acuerdo con lo que explica la mencionada investigadora, quien sostiene que tal escrito es uno de los primeros intentos de “…criticar el énfasis en el trabajo como un valor y reconocer en su antónimo la verdadera virtud.”

Su tesis principal contradice, según algunos estudiosos, los objetivos del marxismo. Los obreros no deben aspirar a la mejora de las condiciones de trabajo ni a la apropiación del mismo sino a la mejora de las condiciones de descanso y al derecho a trabajar lo menos posible. Lafargue va más allá que Marx y considera que no son las relaciones de producción la causa de la explotación del trabajador sino la propia imposición del trabajo.

Breve digresión sobre la siesta

Las ideas del esposo de Laurita Marx encajan dentro de la vieja pretensión de recuperar la vida para la gente, sacarla de un estilo que pone los énfasis equivocados, esto es, en la economía, en su lógica y sus urgencias. Se da la mano, así pues, con aquel movimiento que enarbola la vida tranquila y lenta, representación de una lucha contra la rapidez y el ajetreo inyectados en la cotidianidad de los terrícolas, no solo los de esta época. No pocos sostienen que por allí deben transcurrir las grandes transformaciones sociales que se requieren hoy en día

Hay que darle permiso a la gente de reconectarse con su tortuga interior, ha dicho uno de los profetas actuales de esta antigua filosofía enemiga de la prisa, buscando, por expresarlo de alguna manera, ralentizar la existencia. Dentro de este marco de ideas figura la siesta, el yoga ibérico, como la llamó el escritor Camilo José Cela, una costumbre estigmatizada, nítida expresión del subdesarrollo, según ciertos estudiosos de la competitividad, el crecimiento industrial y esas cosas que, por lo general, vienen dentro del combo de la velocidad de la vida.

Sin embargo, últimamente la siesta ha sido en cierto grado redimida gracias a diversas investigaciones que muestran sus múltiples bondades. En el Reino Unido se ha elaborado hasta un manual para dormir la siesta: «Encontrar un lugar tranquilo y sin ruido, tumbarse lo más plano posible, desconectar el celular y la computadora, apagar la luz, correr las cortinas y abrir la ventana si hace calor». Así las cosas, en diversos países en los que antes hubiera sido casi impensable, se ha consagrado (o están a punto de hacerlo) el derecho a la siesta.

En tono casi anecdótico cabe decir que Winston Churchill era un incondicional de la siesta, que Leonardo da Vinci estableció que existe una relación directa entre la siesta y la lucidez, que Bill Clinton ha señalado que, a medio día, le gusta más una siesta que un buen recital de saxo y, por citar un último caso, Albert Einstein descubrió antes los misterios de la siesta que los de la relatividad.  Lejos de mi compararme con los personajes mencionados, pero he de confesar que yo también me echo mi camaroncito.

Imposible no recordar a Francis Bacon

Mucho tiempo después de Lafargue, Francis Bacon, intelectual inglés, escribió que “la naturaleza debe ser acosada en sus vagabundeos, sometida y obligada a servir, esclavizada, reprimida con fuerza, torturada hasta arrancarle sus secretos”. Consideraba a la naturaleza como una prostituta, una mera cosa mercantil que debía ser puesta en condiciones de producir, mediante una mano de obra sometida a la misma cosificación. Construyendo un conocimiento que desconoce al conocimiento y que está en el origen de la catástrofe de estos tiempos, la del cambio climático, la que los terrícolas no parecen tomarse muy en serio

Pienso en estas cuestiones observando la manera como asomaba en los tiempos de La Fargue la crisis del modelo de desarrollo. Y miro los reparos que se le hacen al modelo implantado  en casi todo el planeta, economistas de la talla de Stiglitz, Krugman y otros cuantos expertos en otras muchas disciplinas, quienes, encaran con poderosas razones este esquema de desarrollo, organizado principalmente en torno al progreso cuantitativo, haciendo que los recursos escaseen y los residuos aumenten exponencialmente.

El filósofo Jorge Riechmann indica que Lafargue no tenía en mente una “vuelta a las cavernas”, según lo han acusado sus críticos, sino que reivindicaba la recuperación de muchas prácticas primitivas y culturas locales, que mantengan una relación respetuosa con el medio natural y la diversidad regional, siempre esquivando el culto al crecimiento material. Bajo este prisma, anteponemos la idea de aldea, que favorece los lazos de sociabilidad en el seno de una comunidad de iguales, al de ciudad industrial, tremendamente “energívora e insostenible, y que ignora las necesidades y aspiraciones reales del ser humano en aras de la lógica del capital”.

Lafargue se suicidó con su esposa

A comienzos de 1911, Paul Lafargue murió junto a su esposa Laura. En una carta dejada al lado de la cama escribió, poco antes de inyectarse ácido cianhídrico: “Estando sano de cuerpo y de espíritu, me doy la muerte antes de que la implacable vejez me haya quitado, uno tras otro, los placeres y el goce de la existencia”. Su muerte fue congruente con las ideas expuestas en 1880 en el libro por el cual es recordado, todavía vigente en su crítica a una sociedad industrial que había hecho del trabajo la razón de su existencia, en la que quedaban proscritas, incluso dentro del sistema socialista, las actividades que se consideraban no productiva.  La holganza quedó entendida como perversión individual, de relevantes y negativas consecuencias sociales.

Tal vez la grave crisis del cambio climático, además de otras razones que no cabe enumerar en este espacio, meta en cintura a los terrícolas y los aleje de este patrón de desarrollo que, con sus lógicas variantes, ha privado en la organización de la vida en el mundo. No hay que olvidar, como nota de esperanza, la critica a la que esta sometida el PIB, entendido como termómetro esencial del bienestar humano.

 


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