«El presidente de la República, en dos ocasiones Carlos Soublette, en lugar de molestarse por una sátira respecto a él, dijo que Venezuela no se ha perdido, ni se perderá, porque el pueblo se ría de su presidente. Venezuela podrá perderse cuando el presidente se ría de su pueblo.

Hay gente que se muere de risa, otra se muere por la risa. Los primeros caen por la propia risa. Otros, por la risa ajena. Pero, la verdad es que los primeros no mueren, sino más bien gozan de larga vida. Exámenes biológicos y psicológicos demuestran que el humor es una de las medicinas más efectivas y tiene efectos positivos sobre la mente y el cuerpo. También es verdad que otros no mueren por la risa ajena, sino por su propia rabia. Sin humor su cuerpo y su mente se van deteriorando. El problema, dicen los especialistas, es que se toman tan en serio a ellos mismos que consideran que solo existe su verdad (una verdad muy seria) y se vuelven incapaces de comprender que su respuesta al humor de los demás se transforma en un ingrediente para ese mismo humor.

Y eso es lo que estamos presenciando en los actuales momentos, desde el onírico sueño de Nicolás Maduro con su famoso pajarito, tema que copó la creatividad de nuestros más afamados caricaturistas. Si eso es así en la vida cotidiana, en la política se magnifica y llega a límites insospechados. Resulta que hasta los regímenes autoritarios desde lejanos tiempos siempre perdieron la batalla con el humor. Muchos intentaron incluso prohibir la comedia como género teatral para remplazarla con el gris realismo o con el drama social, pero nada pudieron hacer ante el chiste que corría de boca en boca. La oscura seriedad de estos regímenes ha sido y seguirá siendo el mejor caldo de cultivo para la ironía y el sarcasmo

Lo que en el plano individual puede calificarse como falta de sentido del humor, en política se convierte en intolerancia. No es solamente la falta de comprensión —que en muchos políticos es evidente—, sino una forma de entender a la política. Para quienes piensan que esta es una lucha para imponer verdades absolutas, resulta imposible aceptar la caricatura o el humor en cualquiera de sus manifestaciones. Su misión —de origen divino, terrenal o histórico, pero misión al fin y al cabo— no va con la exposición pública del lado ridículo que tenemos todos los seres humanos.

En los regímenes autoritarios como el de Nicolás Maduro y sus actores que se encuentran en el poder, siempre se observa la intolerancia, y su manifiesta protesta por el uso de esta arma (la caricatura y el humor) para la que aún no han encontrado otro escudo, que no sea la censura. No dudan en acudir a códigos y reglamentos hechos a la carrera, acogiéndose a disposiciones tramposas, para reclamar honores supuestamente atropellados, todo ello para exigir prohibiciones y sanciones. Pero, como ocurre en el plano individual, corren el riesgo de ser sepultados por la risa de la gente, o en el mejor de los términos hoy en boga por los llamados revolucionarios del siglo XXI, por la risa del soberano. Resulta muy difícil tomar en serio a candidatos que reaccionan iracundos ante una pantomima o una caricatura.

A quien le disgusta sonreír le disgusta todo: hasta en la cara se reflejan sus instintos que en ningún caso son joviales, alegres, sinceros, desinteresados. Humanos, en una palabra. La ventaja del ser humano —como recoge la literatura en numerosos libros— reside precisamente en su capacidad de reír, echar chistes o simplemente de entretener a los demás, dejando de lado la agria soledad de la amargura.

La tozudez, esa increíble incapacidad de ser alegre y de llegar a burlarse de sí mismo, conspira con el carácter humano de las personas y de manera particular con  el sentido del humor que siempre exhibe el  venezolano. Al menos en nuestro país, debemos convenir que la gente es alegre, risueña, sin prejuicios, ni presumidas poses que más bien choca con el mal genio de algunos. Las excepciones se encuentran muy lejos de nuestra conducta particular, que nos diferencia de muchos ciudadanos de otras latitudes.

La única manera de soportar las decepciones, los odios y las mentiras que cunden en nuestra cotidianidad es con el humor, con la gracia espontánea de nuestro pueblo, con el arte que se burla de los poderosos de pacotilla y de los malhumorados de todos los tiempos. Este es un país de gente con una eterna sonrisa a flor de labios, y no con gente que va por el mundo regando su inconformismo, su despecho y su angustia sin tregua y sin remedio y lo peor, contagiando a quienes por desgracia aún creen en la revolución socialista, marxista y mal llamada bolivariana.

El pueblo venezolano, muy dado al buen humor, a la francachela, mamadera de gallo, tomadera de pelo y todo cuanto gira alrededor de esta manera de alegrar la vida, ahora hasta las cursilerías a través de la vocería de los miembros del gabinete (no de cocina) y del propio inquilino ilícito de Miraflores, causan hilaridad a borbotones.

 

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