La semana pasada elaboré un diagnóstico del origen del voto duro de Trump, desde la comparación con el caso de Batman.

Para equilibrar las cargas, planteo en adelante analizar el escenario de Biden ante la cultura del entretenimiento.

Si tomamos el grueso de las plataformas multimedia como asunto de estudio, podemos refrendar una percepción, una sospecha: el Partido Demócrata cuenta con el casi unánime respaldo de Netflix, HBO, NBA, ESPN, Disney, Amazon y los grandes estudios de la meca, aliados al capital de riesgo de Wall Street.

Salvo la excepción obvia de Fox News, el resto del panorama audiovisual luce comprometido con la agenda del candidato oponente al actual presidente de Estados Unidos.

El domingo 30 de agosto tuvimos ocasión de ver el ejemplo de los Premios MTV, un baremo musical de los gustos e intereses de la generación de relevo.

El cantante Weekend fue el ganador de la noche por el video Blinding Lights.

En dos ocasiones, al recibir el galardón del famoso hombre de la luna, la estrella afrodescendiente se solidarizó con las víctimas de la brutalidad policial.

Pidió justicia para Jacob Blake, quien fue tiroteado por un agente del orden en Wisconsin.

Un video casero registró la agresión y fue el detonante para una una nueva ola de protestas contra el racismo desplegado por los cuerpos de represión y seguridad.

Durante el resto de la ceremonia, los jóvenes se identificaron con posturas declaradamente alternativas de la llamada agenda de género.

En tal sentido, Lady Gaga dedicó sus distinciones y homenajes a las causas de la comunidad LGBTI. Ella es ícono y una figura filantrópica de la bandera queer.

Por tanto, es evidente la cercanía de Hollywood con las ideas del progresismo, la corrección política y el marxismo de Alexandria Ocasio Cortez.

La tendencia del discurso de la igualdad, de la afirmación feminista y la defensa de los derechos civiles se funden en el cocktail moral de la sociedad más ilustrada de las costas, desde Los Ángeles hasta Nueva York.

El Black Lives Matter encuentra una base de operaciones comunicacionales en la burbuja de Orlando, diseñada por el Ratón Mickey para buscar al campeón de liga nacional de baloncesto.

La cancha del centro deportivo exhibe las consignas del movimiento negro de protesta, al constituirse en la tribuna de los jugadores enfrentados al líder de la tolda republicana.

Con Lebron James a la cabeza, los Lakers portan camisetas plagadas de mensajes de protesta. A sus espaldas llevan innumerables frases y palabras de condena, de agitación, de activismo.

Según algunos insiders, el objetivo de la industria es echar el resto para conseguir la victoria en las próximas elecciones.

Por ello extienden la sensación de paro, de huelga, de disturbio permanente entre las calles y las cámaras.

En síntesis, los consentidos de la audiencia y de la pantalla apoyan a Biden.

Al menos la oferta programática brinda semejante apariencia.

El cine, la televisión y los eventos de la última normalidad complacen a un mercado de la disrupción, del afianzamiento de la inclusión, la sociedad abierta y el concepto del crisol de etnias, bases fundantes de la esencia anglosajona.

El arte y la estética del mainstream manejan códigos afines al sentir de los chicos, la principal fuente de ingresos en el mundo del consumo de aplicaciones, imágenes, artículos de la economía naranja.

Al respecto, surgen varias preocupaciones.

El soft power de la creación de contenidos puede alimentar un círculo vicioso, una brecha, una polarización, un target, un nicho encapsulado, cuya victoria electoral debe probarse en las urnas, más allá de las promesas de victoria de las campañas demagógicas por todos los medios.

El populismo lefty puede caer en la misma trampa de los comicios de 2016, cuando las élites de las alfombras rojas y de Instagram se precipitaron en anunciar el triunfo de Hillary.

Como crítico observo una obvia disonancia cognitiva, una paradoja sin solución a corto plazo.

La taquilla abona y alimenta una fantasía, un sueño, un concepto aspiracional, una ilusión, independiente de la postura política.

Así lo expresaron las películas en los sesenta y setenta, enemistadas con Nixon, Vietnam y los valores conservadores.

No obstante, los estrenos, las cintas y los miembros de la izquierda caviar terminaron deglutidos por la era Reagan, a pesar de su nulo impacto en los conciertos de hip hop, metal y punk.

Los sufragios de noviembre presagian dos realidades.

Primero, la mayoría silenciosa se vuelca como un tsunami, para restaurar el mandato de la ley y el orden, ignorando las prédicas y los llamados de los ídolos de las marquesinas.

Segundo, Hollywood logra consumar su proyecto de reinar con Biden, en un contexto fragmentado y golpeado por 2020.

Cualquiera sea la opción, verificaremos el tamaño de la grieta de las regiones centrales ante las metrópolis de lo cool.

A lo mejor el elector promedio vota a Donald en secreto, pero en público prefiere escuchar a un rapero de moda, evadirse con una comedia interracial de Netflix y disfrutar de un partido de beisbol, colmado de peloteros latinos o afroamericanos.

Es una clásica elección oculta, donde los deseos inconscientes ejercen influencia por encima de los criterios racionales.

Acuérdense, lo prohibido vende.

Ahí radica parte de la fortaleza de Trump.


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