Maduro
Foto Archivo

Más allá de cualquier consideración profunda, que requerirá un análisis detallado, sesudo (que no haré), de la ley con la que el régimen pretende parar los efectos de lo que ellos llaman bloqueo en el país (se refiere a las sanciones para quienes alienten negociaciones y otras acciones que permitan pervivir a la tiranía criminal), creo que resulta importante fijarse en el definitivo receptor del mensaje: los más desposeídos (cifra que ha aumentado hasta la casi totalidad de los venezolanos) y, entre ellos, los que todavía alientan una posibilidad de esperanza salvadora con este «socialismo del siglo XXI» (nunca llega a 20% de nuestra población). La tendencia irreversible es a la baja.

Así: la discursividad de esa ley hay que verla como un efecto de mantenimiento de la ilusión de los «patria, socialismo, o muerte, venceremos». A esos, los rojos les ofrecen sacar de la chistera remedios caseros: modos de esquivar las sanciones, trampas «creativas», para saltarse los impedimentos. Y allí las dificultades (más) que se nos vienen. La amenaza es la raspadura de las ollas, vaciar cuanto haya en pie y pueda ser consumido, con el fin de zozobrar lo más adecuadamente que consideran posible. Sin que se enteren bien los espías del norte. En fin, se ha dicho: se hunde el barco y sálvese quien pueda, pero no sin antes distribuir los sobrantes, preferiblemente entre quienes el régimen luchará por salvar: sus propios pellejos.

El llamado es a la calma y al entendimiento de la situación. O sea, la prolongación indefinida, infinita, piensan ellos, del hambre, del sacrificio humano más doliente en función de la romántica preservación de su revolución a la que en medio de la entrega de la ley se le ha reconocido previamente su fracaso mayor: el económico. La política de lucha contra el gran martirizador de los pobres: el capitalismo, ha traído de ese modo la consecuencia esperada: la fatal ruina, previsible. Pero esto será superado con el apoyo de los países «amigos», concordantes con el planteamiento de fondo, un planteamiento que no es, no puede ya serlo, otro que morir por amor. Morir de hambre por amor.

Allí se centra la ley. No importa nada, con tal de salvar lo que nos queda de la revolución gloriosa que fue disecando al país hasta su consumisión más plena. La ley son palabras vacías escritas. Tan inertes como las dichas el día de la presentación. Lo importante para sus gestores es que la gente perciba que se está haciendo algo, además imaginativo, desde el poder para garantizarle la supervivencia más ramplona (sin vida real) durante el tiempo que tarde la revolución en desplomarse de un todo y entregar sus últimos cartuchos. Sus últimas bocanadas.

La ley no pretende exactamente detener el hambre sino detener las aspiraciones de alimentarnos para vivir. Pide cheque en blanco para resolver los entuertos de más de veinte años de despropósitos acabadores. Pide más y más de los benefactores alterados en cada esquina del país. Parece decir: «Un momento, no es para tanto, nos acosan y aquí tenemos tinta para responder, saliva y aire para responder a quien sea quien gane la elección gringa». La ley no detendrá el hambre. La ley no detendrá nada. La caída se viene, sonora, estrepitosa. Mientras, es la amenaza, seguirán raspando cuanto puedan, hasta secar el Orinoco si les resulta necesario. La ley es el más pleno reconocimiento conjunto de la derrota final y, esperemos definitiva, de esta cruenta «revolución» de criminales sin escrúpulos.


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