En las décadas de 1960 y 1970 no había dudas. Un golpe de Estado era un golpe de Estado, y más cuando previamente se habían desplegado soldados y carros de combate. Si los métodos y los objetivos eran inobjetables, las consecuencias también lo eran. Ante un gobierno al que eliminar por ilegítimo o procomunista, el corolario del putsch castrense era el mismo y conducía casi irremediablemente a la dictadura militar.

Hoy las cosas han cambiado y en el metaverso en el que nos movemos se encuentran o se definen golpes para todos los gustos: golpes de calle, golpes duros y golpes blandos, autogolpes, golpes parlamentarios y golpes mediáticos, procesos destituyentes, etc. Así se podría seguir con una casuística interminable. En buena parte de estos casos las principales víctimas son el movimiento nacional y popular y los gobiernos que lo encarnan. Honduras (Mel Zelaya), Ecuador (Rafael Correa), Paraguay (Fernando Lugo), Brasil (Dilma Rousseff), Bolivia (Evo Morales), Argentina (Cristina Kirchner) y Perú (Pedro Castillo) son algunos de los escenarios donde se intentan encontrar estas categorías.

Por supuesto que detrás están los intereses espurios y las manos ensangrentadas del imperialismo (yanqui) y de las oligarquías locales. De ahí el interés por lo ocurrido recientemente en el Perú, donde si bien muchos hablan de un golpe (o autogolpe) de Estado, saldado con la salida del presidente Castillo, no hay acuerdo sobre la identidad de la víctima, ni siquiera sobre quién o quiénes orquestaron lo ocurrido. Por supuesto que no tiene la misma trascendencia “vacar” a un político “neoliberal” como Pedro Pablo Kuczynski que a un maestro rural de extracción humilde como Castillo.

Para muchos, su intervención televisiva en la mañana del 7 de diciembre anunciando la disolución del Parlamento fue un autogolpe. Entonces anunció la disolución temporal del Congreso y la instauración de un “gobierno de emergencia excepcional”, que gobernaría mediante decretos ley. Incluso decidió aplicar un “toque de queda a nivel nacional”. Su propósito iba más allá. Sus medidas buscaban concretar uno de sus objetivos máximos tras llegar a la Casa de Pizarro: convocar una Asamblea Constituyente y redactar una Constitución acorde con sus planteamientos políticos.

Lo que hizo Castillo, siguiendo de algún modo la estela trazada en 1992 por Alberto Fujimori, fue atentar contra el orden constitucional y la separación de poderes. Pero, la diferencia con Fujimori es que éste tenía el respaldo de los militares, de las élites económicas y de un buen sector de la opinión pública. Por no tener, Castillo no tenía el respaldo masivo de sus seguidores. En las manifestaciones posteriores a su encarcelamiento solo centenares o miles de personas solicitaron su liberación y la convocatoria de elecciones anticipadas.

Si bien el Congreso estaba deslegitimado ante la opinión pública y torpedeaba sistemáticamente al Ejecutivo, Castillo buscó una salida antidemocrática con el propósito de salvar a la democracia. Como afirmó el presidente colombiano Gustavo Petro, “la antidemocracia no se combate con antidemocracia”, aunque al mismo tiempo condenó su destitución, ya que por su origen humilde (profesor de la Sierra) “fue arrinconado desde el primer día”, si bien “se dejó llevar a un suicidio político y democrático”.

Por el contrario, otros muchos ven una operación de acoso y derribo en toda regla, un golpe, una conspiración contra el legítimo representante popular. Es la opinión de Morales, para quien “la guerra híbrida de la derecha internacional” perpetró en menos de 48 horas “dos golpes contra gobiernos del pueblo”: la condena a seis años de prisión contra Cristina Kirchner y la destitución de Castillo. Así, la declaración de vacancia “fue efecto de una conspiración antidemocrática, política y mediática destinada a perseguir, hostigar y atentar contra un gobierno popular elegido legal y legítimamente hasta defenestrarlo”.

El mexicano López Obrador también abrevó en la teoría del complot al considerar “lamentable que por intereses de las élites económicas y políticas desde el comienzo de la presidencia legítima de Pedro Castillo, se haya mantenido un ambiente de confrontación y hostilidad en su contra hasta llevarlo a tomar decisiones que le han servido a sus adversarios para consumar su destitución con el sui géneris precepto de ‘incapacidad moral”. Nicolás Maduro habló de “una persecución parlamentaria, política y judicial sin límites”.

Detrás de estas variopintas teorías sobre el golpismo y los golpes hay una profunda incomprensión, simple tergiversación en algunos casos, de la democracia y sus normas. En el Perú, el presidente depuesto apenas tuvo 19% de apoyo popular en la primera vuelta y en la segunda se impuso a Keiko Fujimori por una exigua diferencia de votos, aunque en algunas regiones del sur andino obtuvo sólidas mayorías. No solo eso, ni siquiera contaba con mayoría en el Congreso. Pese a ello y pese a no tener los apoyos políticos suficientes, intentó impulsar un programa maximalista mediante una profunda reforma constitucional.

A esto sumó un gobierno errático e ineficiente, alejado de las experiencias de Chile, Colombia o Brasil, donde cuajaron alianzas hacia el centro para reforzar la gobernabilidad. Gabriel Boric sumó a su gobierno al Socialismo Democrático. Petro articuló una amplia coalición parlamentaria para impulsar sin sobresaltos sus iniciativas parlamentarias. Finalmente, Lula ganó su elección tras repetidas muestras de pragmatismo y llevar a Gerarldo Alckmin como candidato a vicepresidente.

En Perú, el intento de incorporar al centro izquierda de Verónika Mendoza en responsabilidades de gobierno fracasó rápidamente. La intransigencia de Perú Libre, el partido de Vladimir Cerrón que impuso la candidatura de Castillo, la inexperiencia del presidente y una gestión política incoherente y contradictoria permiten explicar, más que una orquestada conspiración de las elites, su fracaso y destitución. No hay unanimidad sobre cuál hubiera sido el resultado de la tercera y última moción de censura de no haber mediado el intento de disolver el Congreso. Mientras unos dicen que no se obtenían los votos necesarios, otros apelan a la gravedad de las acusaciones de corrupción para darla por hecho. Sin embargo, la respuesta extemporánea de Castillo aceleró las cosas, no dejando más salida que su rápida destitución.

Insistir en las teorías del golpe, de las acciones destituyentes, o incluso de la guerra judicial (lawfare) contra los gobiernos populares o progresistas, es pretender transitar un camino victimista que no conduce a ninguna parte. Lo mismo ocurre si se confunden iniciativas políticas con otras de carácter violento o que apelan a la fuerza. Por eso, si todo es un golpe de estado, aunque se recurra a soluciones previstas en las constituciones de sus respectivos países, entonces nada es un golpe de estado.

Artículo publicado en el blog de la Fundación Foro del Sur


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