En estos mismos y exactos días, del 9 al 18 de agosto del año 1987, hace 32 años, se producía entre Colombia y Venezuela, dentro del golfo donde nace nuestro gentilicio, uno de los más agrios conflictos que tuvo tan amplia dimensión y cobertura que estuvimos a punto de llegar a una guerra.

Su origen y motivación eran nuevamente los temas de la soberanía y la posesión territorial, en defensa de los cuales se amparan tantas oscuras obsesiones y que desde la ruptura de la Gran Colombia han mantenido a ambas naciones secuestradas, absorbidas y maniatadas por temas y actores interesados en que se mantenga la tensión por encima de la cooperación.

Para ponerlo en perspectiva histórica, ambos países estuvieron obsesionados desde 1830 hasta 1941 por resolver el tema limítrofe, llegando finalmente a un mal acuerdo para Venezuela que dejó una huella de desconfianza y animadversión entre ciertas élites de aquí y de allá.

Lo que se había resuelto perversa o descuidadamente, o ambas a la vez, con el “Tratado de demarcación de fronteras y navegación de los ríos comunes entre Colombia y Venezuela”, trajo consecuencias retorcidas que aún duran, tanto así que fueron esgrimidas hasta por los integrantes del MBR-200 el 28 de marzo de 1992 para “justificar” sus acciones golpistas contra la democracia y acusar de “traición a la patria” al presidente Carlos Andrés Pérez.

Toda esa historia plagada de vericuetos y pertinaces promotores es larga, compleja, dramática y atormentada. Viéndolo bien y en definitiva, no nos ha hecho ni mejores países, ni más prósperos, ni más solidarios, olvidándonos sí de lo que nos une, que es tanto, frente a lo que nos separa, que es tan poco, pero que ha logrado contaminar en buena parte nuestra vida en común y ha sido aprovechado, terreno propicio para la demagogia, por más de un avispado de tanta pelambre que se asoma para dar gusto y sentido a sus carencias y apetitos personales de figuración y trascendencia.

Pero además, así como en su momento ocurrió con la frontera terrestre (1830-1941), también se inició a partir de mediados de los sesenta sobre las áreas marinas y submarinas entre los dos países una controversia complicada, agresiva y sin solución fácil, que enajenó las energías negociadoras de ambos países para impulsar tantos temas en común. Se olvidó la vida de ambos pueblos y nos dedicamos a arar nuevamente en el mar.

En esta perturbadora teatralidad binacional, la de la definición de las áreas marinas y submarinas correspondientes a cada país, es que se producen los eventos que aquí se mencionan en agosto de 1987 que trajeron nuevas consecuencias nefastas, nueva herida abierta, para la relación entre los dos países.

A pesar de ello dos años después, buen ejemplo, en 1989 ambas naciones deciden emprender un nuevo camino de integración y de progreso con ciudadanía que padeció de los embates tempraneros del Caracazo y lo que le siguió, sigue, persistente y corrosivo.

Ese esquema de negociación se trazó y puso en práctica tomando en cuenta toda la compleja realidad binacional e incluyó los más significativos asuntos de nuestra relación: la gente, el desarrollo humano y social, las comunicaciones, la educación, la cultura, la salud, el comercio, los negocios, las inversiones, la infraestructura, la vecindad, todo ello sustentado en principios básicos de entre los cuales destacamos: la “desgolfización”, que implica que sin excluir el tema de la delimitación de la agenda común  se le resta protagonismo; la “globalidad”, mediante la cual se incluyen todos los temas de nuestra bilateralidad, y finalmente “conversaciones directas”, es decir, sin la intervención de terceros.

Todo este proyecto de integración binacional se llevó a cabo dentro de las limitaciones que la realidad imponía, pero podríamos afirmar que entre 1989 y 1999 se vivió uno de los períodos con propósitos más claros y prósperos entre los dos países.

Pero como lo conflictivo vende más que lo cooperativo, el caso de la corbeta Caldas siguió jugando dentro del inconsciente colectivo que “patriotas” y medios de comunicación reforzaban dándole un extraño brillo repetitivo y ensordecedor; para los partidos políticos como tema electoral, para los militares ni se diga, para los académicos como tema de investigación.

Menos mal, al día de hoy el tan cacareado asunto de la corbeta Caldas ya ni se celebra ni se conmemora ni se publicita, como era habitual. Ahora las necesidades y retos, las prioridades, son otras, mientras los dos gobiernos se dan la espalda porque sus diferencias, que son todas, se han mudado de territorio y tal vez estén más envenenadas que nunca antes. Justo es decir que Colombia ha abierto sus puertas para recibir a los millones que huyen en desbandada de la tragedia que hoy vivimos aquí y puedan buscar, a trompicones y a cualquier costo, un destino mejor.

Pero ocurre además que el tema de la soberanías, del golfo entre ellas, el Caldas y todas esas veleidades, defensivas o agresivas, se han convertido más bien en prioridad para los estudios de la Paleontología, tan importante ella, pero que no genera interés en las generaciones jóvenes.

En esos 32 años que van desde aquel agosto de 1987 hasta el presente, el tiempo ha pasado demasiado rápido. No hay reloj que dé cuenta de la vorágine que ha sacado del foco como a tantos otros al tema del Golfo de Venezuela. No posee ahora aquella capacidad imantadora de ayer, sus promotores han salido del juego por razones de edad u otras y ya ni siquiera se celebran o mencionan tan ingratos eventos que algunos convirtieron casi que en mitológicos, embadurnados de heroísmo, de gesta, de banderas, de himnos, de escudos nacionales, patrioterismo y xenofobia.

Puedo suponer que por allí aún exista algún “estratega” en busca de notoriedad que esté pensando, esperando y calculando la oportunidad para utilizar, como en el pasado, el tema para ponerlo sobre el tapete y usarlo como arma de ataque o de defensa, de distracción, de victimización, trapo rojo para entretener de otras debilidades, zona de conflicto geoestratégico mundial, foco de atención. Siempre es bueno estar pendientes del posible reestreno de esos bodrios.

Está visto que aquel rimbombante titular, aquí y allá, sobre la delimitación de las áreas marinas y submarinas entre Colombia y Venezuela no levanta ni un suspiro, forma parte de la exhibición arrinconada y polvorienta del museo del desencanto, lugar al que asisten si acaso los amantes de las extravagancias de los dinosaurios.

Ojalá que mirando hacia el futuro, en lo que de bueno podemos llegar a ser y hacer ambas naciones conjuntamente a favor de nuestra gente, no caigamos en la trampa voraz del peligroso Golfosaurio Rex y demos aliento creativo y propicio a un proyecto común que incluya ciudadanía y progreso para nuestras gentes, en libertad y democracia plena, con especial atención en los habitantes de la frontera común, hoy en manos de la perversidad.

Por eso es que hay que preparar desde ya esa agenda provechosa sobre lo que nos incumbe en lo nacional, binacional e internacionalmente, pero antes que nada humanamente.

Pongamos freno a esa mitología que desde nuestra Independencia nos secuestra, en la que se subraya la guerra como alta expresión del quehacer humano, de lo conflictivo sobre lo cooperativo, concentrada en lo militar, en el guerrerismo y en el patrioterismo, que son las razones fundamentales por las que nuestras sociedades siguen padeciendo de sus males ya cumplido este bicentenario de la Independencia aún sin rumbo cierto. Realismo frente a romanticismo sí, ética sobre pragmatismo barato también, porque no está demás, como dice la vieja conseja, prevenir antes que lamentar.

En ese mismo sentido, es oportuno recordar aquí El dinosaurio, aquel microrrelato de Augusto Monterroso publicado en 1959 donde se cuenta que: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.


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