Obra de Oscar Niemeyer

Un encuentro en la lejanía. El hilo rojo de Ariadne va señalando el camino, desde la sombra de la barbarie hacia la luz de la eticidad. Afirmaba Hegel en sus Vorlesungen sobre la Filosofía de la Historia Universal que América era “el continente del porvenir, por lo que en tiempos futuros se mostraría su importancia histórica”. América  -y específicamente la América del Norte- representaba para él el continente de la “nostalgia para todos los que están hastiados del museo histórico de la vieja Europa”. El surgimiento de las repúblicas americanas -más allá de sus especificidades o incluso de sus confrontaciones internas o de sus crisis-, fue, de hecho, el anuncio de un nuevo mundo para la entera historia de la humanidad, cuya sustancia-sujeto iría conformando el espíritu consciente de sí mismo. Y es que “sólo cuando el espíritu llega a conocerse a sí mismo se da cuenta de que es libre”, por lo que tiene como tarea principal la preservación de su libertad, que es, por cierto, el actual gran reto que se le presenta a la democracia en América. En el caso de la América Latina, se trata de un campo de confrontaciones históricas entre lo que podría definirse como la arcaica memoria de la tiranía atlante y el recuerdo republicano ateniense. De un lado, la irrefrenable sed de dominio y control por parte de los caudillos de siempre. Esos a los que Bolívar calificara como los “tiranuelos de turno”, que sueñan con el poder como eternidad. Del otro, el continuo esfuerzo por conformar una sociedad civil orgánica, efectivamente productiva en todos sus niveles, lo suficientemente educada y -por ende- crítica, capaz de resistir las tentaciones tiránicas y de construir un régimen de libertades democráticas, de equidad y de justicia social. Una contradicción -una antinomia- que, en los últimos tiempos, lejos de morigerarse, ha recrecido y amenaza, una vez más, con aplastar la herencia histórico-cultural del ethos ciudadano, si es que ya no lo ha hecho, en medio de estos tiempos de posverdad, cuya característica básica consiste en atribuirle más valor a las formas que a los contenidos, a las apariencias que a las esencias. Fracturada entre el deseo heterónomo y el anhelo autónomo, la América Latina requiere dejar de ser pura geografía para poder dar el salto cualitativo y entrar, definitivamente, en la historia. Este es el reto, no sólo para sus políticos y legisladores, sino también para sus intelectuales, sus pedagogos y sus religiosos, sus artistas, sus escritores, sus científicos y sus empresarios.

El caso de la América del Norte no deja de ser menos preocupante. Una vez más, conviene citar a Hegel al respecto: “Para que un Estado adquiera las condiciones de existencia de un verdadero Estado, es preciso que no se vea sujeto a una emigración constante y que la clase agricultora, imposibilitada de extenderse hacia afuera, tenga que concentrarse en ciudades e industrias urbanas. Si existieran aún los bosques de Germania no se habría producido la Revolución Francesa. Norteamérica sólo podrá ser comparada con Europa cuando el espacio inmenso que ofrece esté lleno y la sociedad se haya concentrado en sí misma”. Y así lo hizo, en efecto, la América del Norte: llenó, a sangre y fuego, su inmenso espacio y concentró la sociedad corporativa en sí misma, como su sacramento y signo. Sólo que su empeño en el desarrollo de sus fuerzas productivas, y su exclusiva focalización en la ratio instrumental, la hizo desdeñar la educación estética. El resultado es la paradoja de un inmenso desarrollo tecnológico y el de una Bildung atrapada en las fauces del entendimiento abstracto. Su premura por conquistar el gran desarrollo industrial, una gran máquina productiva en todos los ámbitos de su existencia, la aproximó cada vez más al entendimiento y menos a la razón. Y, como decía Kant, “el entendimiento sin la razón es ciego, tanto como la razón sin el entendimiento es vacía”. De hecho -valga la alegoría-, podría decirse que mientras la América del Sur muestra una racionalidad vacía, la América del Norte muestra un entendimiento ciego. Se dice que el águila -emblema principal de Estados Unidos- tiene una visión que duplica la de los humanos. Pero, paradójicamente, la concentración de Norteamérica en la reflexión del intellectus la ha hecho devenir una poderosa nación invidente frente a los actuales peligros que rodean al continente.

Hoy el Oriente, esa civilización que ha hecho de las autocracias, los totalitarismos y los despotismos su modo milenario de existencia y su “razón” de ser, se ha volcado, como nunca antes, a la conquista de América. Mientras abruman financiera, comercial y tecnológicamente a Estados Unidos, van, al mismo tiempo, cercando a Latinoamérica, transformándola, poco a poco, en una presa fácil de sus intereses planetarios. Venezuela, por ejemplo, ya no es un Estado, y su territorio ha sido fracturado para ponerlo al servicio de la brutal explotación china, rusa e iraní sobre sus riquezas naturales. Han convertido al país más rico de América Latina en un país secuestrado por una pandilla de gansters, de narcotraficantes al servicio del Foro de Sao Paulo. Hoy la mayor parte de su población se ha vuelto miserable y famélica. Ya el éxodo ronda los siete millones. Venezuela se ha convertido en la Israel del siglo XXI. Pero el resto de Latinoamérica no es una excepción. Recientemente, China  puso en práctica un plan basado en aparentes proyectos de cooperación política, desarrollo de infraestructura, inversiones y facilitación de comercio, integración financiera e intercambio cultural y social que, en el fondo, no solo redunda en fuentes directas de expoliación sino, sobre todo, en una cada vez mayor y más profunda injerencia en Latinoamérica. China le prestó a Ecuador 18.170 millones de dólares a 7% de interés, a cambio de la entrega de 1.365 millones de barriles de petróleo, con un valor mucho menor al del mercado. Pero, poco después, China vendió la deuda de Ecuador a cuatro bancos europeos, los cuales renegociaron y revendieron la deuda a la compañía Gunvort, una empresa vinculada a Vladimir Putin. Las pérdidas para Ecuador han sido inmensas. Lo mismo sucede en muchos otros países del continente. China y Rusia ofrecen armas, petróleo, pertrechos militares, entrenamiento militar y tecnológico a cambio de la cada vez más visible penetración de sus intereses expansivos, en lo que representa una auténtica “punta de lanza” contra Estados Unidos. China es, de hecho, el principal contratista y fuente de financiamiento para el “proyecto de desarrollo nacional de Bolivia” que han liderado Evo Morales y su sucesor, Luis Arce Catacora. Por si fuese poco, la introducción masiva del consumo, distribución y venta masiva de estupefacientes, cuyo objetivo consiste en el progresivo debilitamiento moral de los individuos y la consecuente pobreza espiritual de los ciudadanos, está afectando severamente el modo de percibir y de percibirse de cada quien y de cada cual, el “orden y la conexión de las ideas y las cosas” de los -otrora- herederos de la civilidad.

Mientras tanto, la pobreza espiritual se va apoderando de todo y de todos. Ella es una peste más potente y mortal que el covid para el continente entero. Nunca un tiempo había azotado con tanta saña al territorio americano. De ahí la necesidad de concentrarse en la investigación, de esforzarse en el estudio y desarrollo de la cultura, la educación de calidad, el pensamiento dialéctico, crítico y creador, con el objetivo de generar un nuevo gran consenso, una nueva concepción ilustrada y republicana del mundo, que sea capaz de recuperar la propia herencia histórica, política y social, pero que, sobre todo, sea capaz de recuperar el derecho de ser libres, de reinventarse de continuo, de asumir la democracia como el sagrado derecho a decir que no. Quizá este sea el mayor de todos los retos de América.

@jrherreraucv


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