Daniel Ortega
Foto: Archivo

La omnipresente inquietud por algo que definitivamente no está bien, aunque las grandes mayorías no alcancen siquiera a identificar ese qué, ya casi puede palparse en esta pesada atmósfera globalizada, onírica las más de las veces con sus inquisitoriales borrascas de «corrección» y «contracorrección» que parecen haber arrancado por completo de la tierra el j’accuse de la valiente procura de la justicia para dar paso, sobre los irreconocibles restos de aquel, al interminable desfile de autodestructivos procesos surrealistas que los auténticos enemigos de la libertad observan con el mismo deleite que podría generar la vista de una daliniana escena con personajes vivos pero incapaces de captar el guiño de la deformante presencia paranoico-crítica —o, más bien, crítico-paranoica—.

Tal inquietud, en un mundo ávido de nepentes más y más efectivos, se resiste a perecer ahogada en algún leteo por el bien de aquella humanidad que, a su vez, se niega a oír sus continuos clamores, aun en medio de los aguavientos que arrojan sobre ella, una tras otra, las lesivas piezas probatorias de la amenaza que acecha y avanza con la habilidad de un felino, como los muchos despropósitos que en esta temporada solsticial han hecho en extremo largos los días nublados.

El que, verbigracia, la sociedad peruana decidiera precipitarse y precipitar al resto a las entrañas del peor de los monstruos luego de dejarse atrapar con viento de proa entre Escila y Caribdis, o el que en Cuba el solo eco de la palabra «vida» haya bastado para desatar una nueva ola de persecución ante la que el oscurantismo presenta el afable aspecto de una era de razón y luces, por no mencionar las escaladas de actos represivos en países como Bielorrusia o Birmania, la innecesaria agresión perpetrada por Pedro Sánchez a través de unos indultos que únicamente favorecen a fuerzas antidemocráticas o el barrido de candidatos presidenciales nicaragüenses en lo que ahora, con cinco de ellos aprisionados, puede considerarse como uno de los más descarados ultrajes a la lógica electoral de la historia reciente, si no el mayor, son signos ineludibles de lo que, por estructural y profundamente malo, perturba incluso a quienes con inconveniente resolución intentan evadir ese algo.

A la vista están las afiladas garras del totalitarismo. Ello no constituye una novedad. Lo que en verdad inquieta hoy, aunque muchos no consigan explicárselo con diafanidad, es la progresiva pérdida de capacidades culturales para enfrentar a una bestia que no solo ha permanecido despierta, siempre alerta, sino que además ha sabido adaptarse a circunstancias que cambian a un vertiginoso ritmo, con lo cual, y he ahí lo medular del problema, ha ido obteniendo ventajas evolutivas que le permiten esparcir su mortal tósigo con absoluta impunidad.

Sí, la bestia aprende… y es sumamente inteligente.

Sobran ejemplos recientes de las graves cosas que no debieron ocurrir, que no debieron permitirse, y que son el indeseado resultado de aquel esclerosante deterioro de la cultura democrática del que aquella se ha beneficiado: la consecución de peligrosos objetivos en el marco del programa nuclear con fines bélicos de Corea del Norte —nación tiranizada por un demente como pocos—; la consolidación de la nefasta teocracia iraní; la expansión en América Latina del devastador movimiento telúrico cuyo principal epicentro en este instante, o uno de ellos, es la dictadura chavista; el reagrupamiento sin obstáculos de emporios terroristas construidos sobre ambiciones totalitarias, como Hamás o las FARC —esta última, según denuncias de diversas organizaciones defensoras de los derechos humanos, instalada ahora en una importante franja de la región sudoccidental de Venezuela, donde protagoniza una guerra intermitente que, de acuerdo también con tales instituciones, se ha cobrado decenas de vidas y ha obligado a miles a buscar con desesperación nuevos hogares dentro del país o allende sus fronteras—; la infiltración de instancias clave del sistema de las Naciones Unidas y de diversos entes internacionales de enorme relevancia; entre tantas otras.

Hechos como estos, que contienen las semillas de las mayores amenazas globales para el siglo XXI de mañana, han tenido lugar porque a la falta de una efectiva anticipación de los Gobiernos y organizaciones intergubernamentales del mundo democrático se ha sumado, para restar, la inefectividad de las pocas acciones de naturaleza vetusta y conocida que de cuasimecánico modo se acometen luego de cada nuevo golpe a la democracia, sobre todo la de las habituales declaraciones que para los opresores de estos tiempos no pasan de hilarantes materiales para ratos de aburrimiento, aunque tras ello subyace precisamente el anquilosamiento de la mencionada cultura en unas ideas, anticuadas visiones del mundo —pero posteriores a otras más sensatas que ayudaron a vencer amenazas como el nazismo—, que siguen llevando a la negación de su peculiar talante; una índole en la que la sociopatía de todas las épocas se mezcla con un retorcido espíritu «empresarial» abierto al aprovechamiento de la miríada de recursos tecnológicos disponibles en la actual y a una cooperación sui géneris erigida en pilar de la instrumentalización de una delincuencial red global sin paralelos —fuente esta de ingentes riquezas que garantizan la sostenibilidad de sofisticados aparatos de represión—.

En la distopía que discurre delante de ciegos e infantes, la ausencia de escrúpulos en los criminales de mayor peso del planeta, esos que con cuentagotas y en conjunto están comenzando a perpetrar hoy un exterminio que, de seguir la línea dibujada hasta ahora por su tendencia, hará palidecer a los holocaustos del siglo XX en las páginas de los libros de historia que todavía no se escriben, encuentra vía libre para la acción en el camino que han allanado erróneas creencias del mismo género de la idea de que una flor entregada en su avieso frenesí al torturador puede producir el milagro de su «resaca moral».

Lo peor es que tales creencias constituyen el producto de malsanos y dolorosos procesos de autoadoctrinamiento a los que empujan, cual impostoras ataviadas con las talares vestiduras de modernas erinias, unas malentendidas nociones de paz y ética que son a menudo promovidas por la seudointelectualidad colaboracionista que se toma por granada pléyade que ilumina el culmen de la ciencia y las humanidades, y que ni son éticas ni conducen a la paz, por cuanto constriñen a la ciudadanía para la defensa de sus libertades fundamentales hasta el ridículo punto en el que la salvaguarda de la propia vida y la de los hijos son consideradas por las víctimas de los conscientes violadores de tales derechos como crímenes contra natura.

Los dictadores y aspirantes a tiranos de esta distopía tiempo ha que repararon en ello y con cada vez más confianza han ido expandiendo los límites del imperio de sus tropelías, pues, al fin y al cabo, por toda respuesta a sus crímenes reciben de cuando en cuando un no tan enérgico «¡no se hace!» acompañado de la flemática agitación de un dedo en el aire.

Un rotundo y escandaloso fracaso del mundo democrático en su actual «lucha» contra el totalitarismo, aunque aún cuenta él con los músculos y los recursos suficientes para un viraje que dé al traste con los torcidos designios de una ralea sin par.

Para que las acciones se muevan en esa dirección se requiere únicamente que aquella inquietud comience a convertirse en una generalizada toma de conciencia dentro de un contexto de mayor reflexividad —y de menor ingenuidad en los ingenuos, dogmatismo en los dogmáticos y gazmoñería en los gazmoños—

@MiguelCardozoM


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!