William Brydon llegando a las puertas de Jalalabad. Lienzo de Elizabeth Thomson

El 16 enero de 1842 un extenuado caballo que moriría apenas se abriera la puerta de la fortificada ciudad de Jalalabad, atravesaba las estepas polvorientas cargando con un jinete herido. Se trataba del médico cirujano William Brydon, el único sobreviviente de un grupo de 16.000 ingleses entre hombres y mujeres que habían abandonado Kabul y habían sido ajusticiados en el camino por los combatientes afganos a quienes no les agradaba la idea de haber sido invadidos por el imperio británico en 1839. Los ingleses, terrófagos y usurpadores con licencia imperial, se habían adueñado de la región por la prevención que tenían de que Rusia fuese un obstáculo en el dominio del Asia Central que ejercía la honorable Compañía del Este de la India entregada al noble comercio del opio en la región. De hecho, habían librado también la Guerra del Opio con China ese mismo año para obligarla a que recibiera sin chistar sus alucinógenos. El gran juego (The Great Game) vino a llamarse toda aquella trama de espías, enviados, eruditos y orientalistas, alianzas y enfrentamientos, para la contención del Zar de todas las Rusias. Los rusos invadirían, pero más de un siglo después, en 1979, luego de establecer el gobierno de los sóviets en Afganistán. Unos querían izar el Union Jack y los otros la bandera roja de la hoz y del martillo. Ninguno tuvo éxito porque los afganos a costa de sus propias bajas y sufrimientos echaron a estos ejércitos con su valentía y se acreditaron que su país se conociera como “la sepultura de los imperios”. Lo que queda claro es que a nadie le gusta ser ocupado por nadie y menos cuando le van a imponer un manual de conducta. Los americanos aprovecharon la guerra contra los soviéticos y apoyaron la resistencia afgana, y esta lo aceptó bajo la premisa no de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, sino de magnificar su esfuerzo bélico.

Imagen de un pintor anónimo de la primera de las guerras afgano británicas

La llegada de los talibanes al poder desde 1996 hasta 2001 complicó las cosas y Estados Unidos pensó que sería su momento, especialmente después de los atentados terroristas de 2001, llevados a cabo por Osama Bin Laden, uno de los amigos de los estadounidenses en su lucha contra los soviéticos. La verdad es que en esas latitudes no hay amigos, ni siquiera intereses sino interesados. Quien piense que la invasión americana a Afganistán en 2001 vino precedida por la defensa de las mujeres sometidas o con el propósito de establecer la democracia, está desenfocado. Las cuestiones de género no generan guerras sino en las alcobas. Además, ¿cómo pretender sembrar la democracia en donde no se conocía ni interiorizaba lo que era? Con la incursión se “peinó” la zona, se logró desarticular a los talibanes y sus aliados terroristas, y se le dio caza al genocida de Bin Laden enconchado en Pakistán. Recomiendo a quien desee conocer de una manera expresa la historia de estos sucesos que busque los documentales de la BBC, The Great Game, dirigidos por Rory Stewart, un exministro británico y miembro del parlamento por el partido conservador. Allí está condensado y en YouTube.

Osama Bin Laden

Sin embargo, no todo es pragmatismo ni puede serlo porque también tras la invasión de los Estados Unidos, vibraba el deseo de que esa sociedad vetusta y arcaica pudiera modernizarse, tuviese acceso a los programas de financiamiento del Banco Mundial, se facilitara la inserción de la mujer en la sociedad para hacerla parte del proceso educativo, que dejara de ser esclava y que pudiese ser empoderada. Eso es muy difícil en medio de un estado de guerra. Y los veinte años que transcurrieron entre la invasión y la reciente salida demostraron que, a pesar de los ingentes desembolsos, los centenares de programas de los organismos multilaterales, si la cultura autóctona se resiste al cambio nunca habrá cambio. Existirá una transformación parcial que es la peor por indefinida. Los americanos cometieron el error de confiar en las fuerzas locales. Cuando el señor de la guerra hace la guerra, no puede sino fiarse de sí mismo. Después de la invasión de Normandía y la batalla de las Ardenas, el ejército de los EE. UU. no armó a los alemanes para acabar con el Tercer Reich. Con el precedente de los muyahidines, el conquistador no podía pretender que los factores locales lo suplantaran porque estaban dedicados a la doblez, al tráfico de las propias armas, y a sacarle dinero al usurpador, que nunca sería otra cosa más que eso. En Afganistán y en cualquier otro lugar. A los rambos del teclado que culebrean por Twitter les recomiendo leer la historia para que entiendan el significado de estos allanamientos. Normalmente, al público norteamericano no le gusta que sus tropas salgan de su territorio. Es una nación que se ha debatido históricamente entre el aislacionismo y la intervención. Porque en ocasiones carecen de algo muy antipático que voy a mencionar: la responsabilidad de imperio. Si se es una nación preponderante en el elenco de las naciones no se puede dejar de serlo. Está en su naturaleza. Por eso los Estados Unidos surcaron los mares del Atlántico donde se libró y ganó la Segunda Guerra Mundial contra el nazi fascismo, al igual que lo hizo en el Océano Pacífico contra el militarismo japonés. De allí, se derivó una responsabilidad de imperio. Con la invasión a Afganistán la opinión pública americana estaba exultante porque le iban cobrar a Al-Qaeda la factura de vuelta. Y, obviamente, había que cobrársela porque Occidente no puede estar a merced del terrorismo y los enemigos de la paz. Y ese proceso conllevaba la legítima aspiración de que esa sociedad alcanzara una mejor situación y un bienestar. Pero, salvo Japón y Corea del Sur, eso casi nunca se da.

Los talibanes toman el palacio presidencial de Kabul

El diplomático estadounidense nacido en Maracaibo, y autor de una obra sobre Caracas antes de la Independencia como tesis doctoral en Oxford, Michael McKinley, para mayores señas embajador en Kabul entre 2014 y 2016, acaba de publicar un luminoso artículo para Foreign Affairs titulado “Todos perdimos Afganistán”. Dice frases tremendas: “Aunque tuvimos mucho éxito en eliminar a Al Qaeda y reducir la amenaza de ataques terroristas en Estados Unidos, fracasamos en nuestro enfoque de la contrainsurgencia, la política afgana y la ‘construcción de la nación’. Subestimamos la resiliencia de los talibanes. Y malinterpretamos las realidades geopolíticas de la región”. Agrega que finalmente existe una responsabilidad colectiva y que de hecho esos veinte años costaron: “más de 1 billón de dólares, la muerte de 2.400 miembros del servicio estadounidense (y miles de contratistas), y más de 20.000 estadounidenses heridos”. Es posible, como escribió algún analista en estos días de revuelo con artículos sobre Afganistán, que Estados Unidos se hubiese cansado y que estuviese al tanto de que los esfuerzos empeñados no sólo fracasarían, sino que se haría necesario escalar el conflicto. Entretanto, los talibanes nunca se cansaron. De allí salió la negociación del gobierno de Trump de un acuerdo de paz con los talibanes y el anuncio del presidente Biden de una retirada total. Henry Kissinger escribe en la última edición de The Economist: “El desafío en Afganistán ha sido concebido y presentado al público como una elección entre el control total de Afganistán o la retirada completa”. Con lo cual el fracaso de la primera implica necesariamente la segunda. El problema es que han salido por la puerta trasera y lo han hecho no sólo sin asegurar la evacuación total de sus compatriotas, sino de los miles de afganos que muy sinceramente fueron sus aliados en los años del dominio americano. Donald Trump con su cinismo tapa amarilla ha dicho que “ya se les otorgó mucho dinero y que hay que repatriar solo a los americanos”. De cualquier forma, toda repatriación será difícil o se generarán nuevos enfrentamientos al señalar los talibanes que no permitirán que se prolongue la salida más allá del 31 de agosto, y con la respuesta terrorista del ataque al aeropuerto de Kabul.

Mujeres afganas con burkas

La retirada y, como consecuencia, la inmediata toma del poder por los talibanes no prevista por los informes de inteligencia ha sido una noticia muy desalentadora para Occidente y el impacto noticioso que ha creado es muy parecido a la caída del Muro de Berlín en 1989. La desbandada implica el fracaso de Occidente. Insisto: hay que desestimar toda invasión y la historia de Afganistán lo exhibe desde los británicos hasta los marines. Pero si esto se realiza, en caso de extrema necesidad, como invadieron los aliados a Alemania, Austria e Italia, o lo hicieron con Japón, debe articularse con arreglo a las mejores prácticas posibles y abandonarlo en el plazo más perentorio a pesar de que sigan existiendo fuerzas militares americanas en Corea del Sur o en Alemania hasta la actualidad. Pero son contingentes de apoyo y no de control social. Pienso en las mujeres que serán devueltas al horror por estos cavernarios que jamás conocerán la modernidad. La modernidad política ocurre con la absoluta separación entre religión y Estado. Pienso en las niñas que serán apartadas de la escuela y cuyo destino apenas contemplarán desde la burka. Y allí empiezo a revivir esa responsabilidad de difundir, preservar y defender la libertad que tenemos en Occidente más allá de la autodeterminación y la diferencia de los pueblos. Porque si veo a mi vecino todos los días castigando con crueldad a su mujer y sus hijas, yo no puedo permanecer indiferente. Afganistán regresará a la barbarie y a convertirse en un santuario de terroristas que exportarán a Occidente, de modo que no habrá pax talibana ni enterrarán el fusil. El gobierno del déspota Xi Jinping anda tomándose fotos muy sonreidito y peinadito con estos enturbantados. Alienta su influencia repitiendo el modo como se han infiltrado en el mundo, de puntillas y sin hacer ruido. Tal vez la diplomacia de la chequera en yuanes les dé resultado, pero a los chinos se les está abultando el asiento contable de las cuentas por cobrar. Hay otra terrible consecuencia. Los tiranos de este ancho y ajeno mundo se van a sentir colmados de placer, seguros de sus torturas, desmanes y violaciones con el consiguiente crecimiento de los ultras, radicales y totalitarios. Al fin y al cabo, si la defensa de Occidente se reduce a sacar cuentas y presupuestos, los pillos del planeta pueden festejar que nadie les llamará la atención y que sus delitos recibirán por respuesta la condena y honda preocupación de los organismos internacionales. Con esta retirada sin honor y pésimamente llevada a cabo, comienza un desconcertante ciclo de problemas para Biden, Estados Unidos y el mundo occidental. Cuidado con Taiwán y Ucrania, dos platos principales en el menú mundial y ojo con una progresión en las diferentes guerras religiosas que existen ya en diversos estados musulmanes, además del odio y la posible violencia a Occidente desde dentro y desde fuera. Sin mencionar que la confianza en Estados Unidos como garante de la paz del mundo se ha esfumado en unas pocas horas. A todas estas, ¿dónde habrá quedado la OTAN?

El último reducto: el aeropuerto de Kabul

@kkrispin


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