El continuismo, claro está, es la permanencia en el poder de la hegemonía despótica y depredadora. Todo lo que colabore en ese sentido es destructivo para el país.

Llámese como se llame: mesas de negociación en lugares alejados, foros de «diálogo» en lugares cercanos, tramoyas comiciales de diversa índole. Todo eso oxigena al continuismo y asfixia a la nación.

Son realidades tan obvias que no pueden pasar inadvertidas por mera candidez o buena fe. Los mandoneros de la hegemonía se frotan las manos.

El país está hecho un esqueleto. Ha sido y es depredado de manera ávida. El poder despótico le echa la culpa a gobiernos extranjeros, pero podrán echarle la culpa al sistema solar… no importa, la destrucción nacional es efecto del dolo y la negligencia de la hegemonía.

Los que la controlan se aferran al continuismo a costa de lo que sea. No tienen escrúpulos al respecto. Ni tampoco alternativa política. El daño que han causado y causan no puede evadir la acción de la justicia.

El fin del continuismo es esencial para que la nación pueda ser reconstruida desde sus cimientos, hacia los objetivos de nuestro espíritu constitucional: democracia, libertad, justicia social, desarrollo, paz.

No pocos se reirán de estas breves líneas. Luego les tocará llorar cuando llegue el fin del continuismo.


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