Desde principios de los ochenta del siglo pasado, los consabidos hechos del 18 y 19 de octubre de 1945 naturalmente ocuparon más a los historiadores que a los  polemistas de la prensa, presuntamente, agotadas o prescritas todas las facturas o contrafacturas políticas pendientes. Olvidados los acontecimientos, en la presente centuria, el régimen todavía hoy dominante saqueó el pasado para reforzar su legitimidad, tergiversándolo, aunque -quizá inadvertidamente- Chávez Frías hizo gala de un filobetancurismo que a nadie puede extrañar dado el batiburrillo ideológico que lo explicó, con la salvedad de su literal profesión de fe castrista.

No constituye exageración alguna, parangonar dos etapas históricas, como la de 1945-1948, y la que, muy luego, surgió de las urnas electorales para extremar el llamado autoritarismo competitivo con la fracasada reforma constitucional, 1999-2007. Las coincidencias responden, en un caso, a las expectativas históricamente formadas, mientras que, en el otro, por decir lo menos, a la falta de formación e imaginación política del barinés, apenas compensado por los oportunos consejos de Miquilena y los viejos rencores de Uslar Pietri de una notable (SIC) difusión.

Demostrado por una profusa documentación anterior y posterior a los hechos citados, fruto de un permanente debate político, Rómulo Betancourt levantó las banderas de la emergencia social, la despersonalización del poder, la moralización administrativa, el sufragio directo, universal y secreto para una democracia efectiva, como el freno de una inminente guerra civil. Chávez Frías sintetizó su prédica proclamando las urgencias sociales, la despartidización del poder, la lucha frontal contra la corrupción, propulsando una democracia verdadera, después denominada protagónica y participativa, y, no faltaba más, convirtiéndose en el muro de contención frente a toda guerra civil, como puede constatarse en sus mensajería anterior y posterior al ascenso del poder.

Por supuesto, esta faceta filobetancurista, inherente al fenómeno octubrista, encuentra su mejor auspicio en la renta petrolera, descubierta por los venezolanos de los cuarenta como un formidable y demandable elemento de redención, y, por los noventa, redescubierta como un derecho conculcado y una posibilidad de solventar absoluta y definitivamente todos nuestros problemas.  Hoy, comprobadamente insuficiente para cubrir el más modesto gasto corriente, jurará encontrar un equivalente con el arrendamiento territorial que, en última instancia, define las llamadas zonas económicas especiales.

El discurso presidencial repotencia los estigmas que pesan frente al elenco desplazado y Betancourt  lo ejemplificará concretamente a través de “una política suntuaria, ostentosa, la del hormigón y del cemento armado (que) fue grata al régimen (medinista), como lo ha sido a todo gobierno autocrático que en piedra de edificios ha querido siempre dejar escrito el testimonio de su gestión, no pudiendo estamparlo en el corazón y la conciencia del pueblo”  [octubre de 1945];  Chávez Frías, amenazante,  hará una mayor extensión simbólica, ya que “están todavía latiendo de manera muy peligrosa las mismas causas multiplicadas, no sé por cuántos factores, que aquí produjeron la explosión social del 27 de febrero de 1989”  [febrero de 1999], ahora, retumbando entre los que se preguntan cómo llegamos a esto.  El uno, internalizándolo, desea administrar esa noción del pasado para inmediatamente gobernar, como no dejó nunca de hacerlo ni siquiera en su segunda presidencia, muy a pesar de las gravísimas circunstancias afrontadas, porque había programa que cumplir; el otro,  saturándolo, nos retrotrajo a décadas largamente superadas, sin que jamás gobernara, huérfano de un programa, excepto se tenga por tal la retórica populista que prometió convertirnos en toda una potencia en el decenio anterior, destruyendo la industria petrolera misma.

El guatireño de quien, por cierto, aficionado a la pipa, ya raras veces se le ve fotografiado con un cigarrillo o un puro, supo rectificar y madurar todo un proyecto histórico a partir de 1959, derivando en una era contrastante con la Venezuela atrasada y de intestinas luchas armadas; propuesta de un profundo impacto en nuestra cultura política,  recogida en Venezuela, política y petróleo, como bien lo calibró Omar Astorga en El mito de la legitimación [Caracas, 1995]. El sabanateño de un adecaje que expiró en 2007, nos retrotrajo al país que creímos por siempre superado, cuyas obras más densas se encuentran en Aló, presidente y en El libro azul [Caracas, 2013], faltándole un coronel que la reescriba por tierras de Comala, más que de Macondo.

La revolución luce como un mito poderoso a desgranar y, por ello, no puede pasar por alto una fecha como la de hoy que permite tender puentes entre el trienio y la veintena de años que tenemos soportando el presente régimen, siendo quizá muy útil la (re) lectura de François Furet y su Pensar la Revolución francesa [Barcelona, 1980], Luis Ricardo Dávila y su Imaginario político venezolano [Caracas, 1992], o Sócrates Ramírez y su Decir una revolución: Rómulo Betancourt y la peripecia octubrista [Caracas, 2014]. Le es imposible al dirigente político y social de oficio eludir el asunto que no lo reclama  estricta o rigurosamente como historiador, sino como un hacedor que es consciente y convencido de su actual rol histórico.


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