El fantasma de la ingobernabilidad parece haber tomado cuerpo en nuestro tiempo. De un país a otro, de un continente a otro, bajo muchas formas y con muy diversa intensidad. Los rasgos con los que se presenta advierten la profundidad de un fenómeno que amenaza no solo los liderazgos y las instituciones sino la convivencia misma, el bienestar y la paz.

Cada día es más difícil predecir qué puede ocurrir mañana, en qué región del mundo se abrirá un nuevo frente de batalla, qué nueva desilusión se transformará en estallido social, qué nuevo gesto cerrará las puertas del diálogo, qué posibilidades quedan para entenderse y para corregir, cuán capaces son las fuerzas de la sociedad para organizarse en función del bien colectivo, cuán durables pueden ser las políticas engendradas en condiciones de amenaza y violencia.

Si hubiera que definir algunas manifestaciones de esta condición generalizada de ingobernabilidad habría que mencionar el abismo entre promesas y realidades, la desconfianza en la autoridad, el desdén por la ley, la imposición de una voz anónima del todos y nadie, la fragilidad de los liderazgos, las formas como se generan los movimientos ciudadanos y la forma como son utilizados sus reclamos. Habría que aludir también al enfrentamiento entre planificación e improvisación, entre la dimensión del reclamo y la posibilidad real de ser satisfecho.

La ingobernabilidad se manifiesta en la incapacidad del poder y de las instituciones para cumplir con su misión, en el desconocimiento de los derechos ciudadanos por parte del poder y del poder por parte de los ciudadanos, en la suplantación del orden por el caos, en la acción de los promotores de la anarquía para desnaturalizar los legítimos reclamos de la gente, en la desviación del poder ciudadano en manos de la demagogia o en la usurpación de las decisiones por las mafias del dinero, la corrupción o el crimen organizado. Se hace presente también cuando las políticas muestran sus vacíos y son llenadas por la nada o apenas por la vocinglería y el griterío, cuando la capacidad de destrucción se convierte en argumento, cuando la exigencia de diálogo viene acompañada de la imposición o de la intransigencia. En situaciones como las que vivimos se hace evidente lo que algunos llamarían la miseria del poder, tanto cuando se alude al abuso como a la carencia, a la imposibilidad de su ejercicio eficaz como a la condena pública permanente.

América Latina es un escenario en donde ocurre todo, pero no se sabe hacia dónde va, hacia dónde puede llegar. Los reclamos van desde la libertad y los derechos fundamentales a las exigencias puntuales, de todos o de determinados sectores. Las demandas por el costo de la vida o los impuestos, la desigualdad social, las carencias en materia de ingresos, salud, alimentación, seguridad se confunden con otra sustancial: el derecho a ser vistos y ser oídos. Desgraciadamente el cansancio de la política y la falta de credibilidad llevan a justificar la desconfianza, la postura de quererlo todo y ya, o a pensar que cualquier camino conduce a la salida. Recuperar la gobernabilidad pasa, por lo mismo, por recuperar la confianza y por conocer las fuerzas negativas que se ocultan en el reclamo popular y disfrazan de protesta social sus intenciones desestabilizadoras y destructoras.

De cara al fantasma de la ingobernabilidad que recorre el mundo no se puede menos que admirar a quienes trabajan por la gobernabilidad como condición para la paz y el bienestar. El momento actual hace particularmente difícil su propósito, especialmente para identificar las fuerzas destructoras y no desdeñar su importancia y su capacidad de acción. Nada está garantizado. Los mejores planes y las mejores intenciones pueden ser presas del boicot, del caos o de la ineficiencia. El gran problema para el liderazgo es cómo transmitir a la comunidad la complejidad de las soluciones sin ocultar la necesidad de renuncias o sacrificios. No es nada fácil saber cuánto esfuerzo está dispuesta a asumir la sociedad, pero es condición indispensable para recuperar la gobernabilidad.

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