Se cierra el año 2019, y los pronósticos para Venezuela en el venidero 2020 no pueden ser más fatídicos. El abismo político aparece sin solución al corto plazo, la contracción del producto interno bruto (PIB) se calcula en 10% más de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, con lo cual ya tendría 7 años consecutivos de caída, aspecto inédito en nuestra historia y en los anales de la economía planetaria, porque ni siquiera los países europeos después de la Segunda Guerra Mundial atestiguaron algo semejante, o Estados Unidos después del crack de 1929.

Por si fuera poco, la inflación, aun cuando pudiera retroceder y salir del ciclo hiperinflacionario, posiblemente seguirá siendo un indicador elevado de acuerdo con los estándares mundiales (dos cifras porcentuales mensuales). A ello hay que sumarle la distorsión monetaria, la denominada dolarización transaccional, la llegada de dinámicas comerciales propias de un país disfuncional y, por supuesto, las tristemente conocidas manifestaciones de crisis humanitaria: desnutrición infantil, abandono de adultos mayores, incapacidad fáctica para proveer de servicios básicos tales como salud, educación, o algunas expresiones más esenciales de la vida humana: energía, alimentos y agua.

Si tomamos como base ese diagnóstico, indudablemente lo menos que uno puede hacer es un llamado a la desesperanza. Porque dentro de este contexto, sería impensable creer que uno tiene siquiera la capacidad de poder cambiar las cosas. Sin embargo, aprovechando nuestra última columna del año, queremos hacer un llamado en el sentido contrario. La premisa es bastante sencilla: a pesar del panorama oscuro que Venezuela tiene previsto para el año venidero, debemos creer que somos capaces de cambiar el resultado de los pronósticos adversos, y la única manera de lograr este propósito es a través del factor humano.

Dicho de una manera más sencilla, no podemos subestimar nuestra capacidad de efectivamente incidir de forma positiva en nuestro país y transformar lo que el mundo espera de nosotros: el FMI, los reportes de The Economist. Las cifras que diversos analistas nacionales e internacionales recogen en sus trabajos pueden ser revertidas por el factor de nuestras decisiones individuales, por la acción humana.

La historia está llena de situaciones límite que, contra todo pronóstico, lograron modificarse. Y esta premisa aplica para ejemplos que van desde el mundo deportivo, proezas empresariales, hasta situaciones políticas, guerras y batallas que parecían perdidas.

Los pronósticos sirven para proyectar escenarios, pero no son determinantes ni absolutos. 2019, y tal vez la vida misma como un todo, nos deja como lección que las sociedades no son estáticas y que, por el contrario, la constante interacción de los hombres entre sí, sus deseos, metas y aspiraciones pueden generar dinámicas, cambios y transformaciones que en el momento actual ni siquiera pueden ser imaginadas o concebidas.

De forma tal que observar a Venezuela como un país sometido al estancamiento y la perdición eterna pudiera ser injusto e inexacto, porque ello implicaría no solo la capitulación moral de quienes hacen vida en el país, sino también subestimar el potencial transformador que tiene cada uno de los venezolanos.

El país hoy se encuentra en desbandada. De hecho, en reiteradas ocasiones yo mismo he dado cuenta de cómo la situación de anomia y disfuncionalidad nos agobia constantemente y refleja los contornos de un Estado fallido. Sin embargo, al tiempo que estos factores se hallan presentes, un observador afinado podrá notar que también existen manifestaciones de personas que se niegan a claudicar. Precisamente estos individuos constituyen la reserva moral del país, y las muestras de mayor aliciente para quienes –por infinidad de razones– siguen haciendo su vida en Venezuela.

Entiéndase bien. El factor humano puede cambiar el destino de Venezuela. Demostremos que somos capaces de darle vuelta a la estadística a través del poder y determinación de cada una de nuestras acciones.


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