El exilio ha sido desde los albores de la civilización un castigo con el que se ha buscado no solo dañar la reputación de aquel a quien se le impone, sino enseñar con el ejemplo a aquellos que permanecen en el mismo espacio territorial.

Durante la Edad Media y Renacimiento fueron castigados con el destierro, por criticar y poner en tela de juicio a las autoridades, muchos escritores y artistas de renombre como «il Sommo Poeta» Dante. Se dice que para él, el exilio era casi una forma de muerte porque lo despojaba de la mayor parte de su identidad. Falleció en Ravena en 1321, después de haber transcurrido 20 años de expulsión de su querida Florencia. Otros personajes ilustres también sufrirían ese castigo, como Nicolás Maquiavelo, o bien optarían por un exilio voluntario como el que decidiera emprender Leonardo da Vinci, quien aceptando la invitación de Francisco I de Francia, con su Mona Lisa a cuestas, pasará sus últimos años en el Valle del Loira.

El exilio puede ser masivo, como ocurrió durante y después de la Guerra Civil Española, llamado Republicano. Y, como en la Edad Media, pareciera que fuera solo a través de la vitrina que nos brindan los ojos y plumas de los intelectuales que alcanzamos a verlo y a sentirlo mejor. Latinoamérica toda recibió a los españoles de entonces: Argentina, Chile, Venezuela… sin embargo, fue México el país que se convirtió en la capital del exilio. Precisamente de allí vuelve a la España franquista de 1969 el escritor (ficticio) Julián Azevedo de la serie de Antena 3 Amar es para siempre. Su pasado dramático no deja de serlo en el presente cuando se ve, una vez más, agobiado por el estado de las cosas en España, donde más que español se siente extranjero y, siendo incapaz de adaptarse a esa realidad, añora en todo momento regresar a casa, a México.

El exilio no es propiedad exclusiva de intelectuales y políticos. Como consecuencia de todo conflicto interno, quienes emigran son en su mayoría anónimos. En el siglo que corre no deja de ser dantesco lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo en Siria y Venezuela. En la primera, como consecuencia de una guerra civil, en la segunda, de un fracaso de modelo país. Muchos, cobijados bajo la figura del asilo, se han visto imposibilitados de retornar siquiera para enterrar a algún familiar. Esa añoranza por volver bien la describe el poeta venezolano  Juan Antonio Pérez Bonalde en su Vuelta a la patria publicada en Nueva York en 1877. Mientras describe su enorme alegría por el retorno se encuentra de pronto que el motivo de su regreso, el fallecimiento de su madre, lo sitúa en la triste realidad de que ya no tiene hogar al cual llegar.

Con la revolución tecnológica de las últimas décadas ya no tenemos que esperar para leer algún libro de algún poeta, para saber qué se siente en el exilio. Ahora todos somos escritores, poetas y reporteros en tiempo real. Cuando en días recientes me llamó mi amigo Moisés, exiliado en Miami, exaltado por el éxito de la gira de Juan Guaidó en el exterior y en particular en Estados Unidos, me sorprendí. Él percibía con entusiasmo un cambio inminente en Venezuela. Cuando le expliqué que aquí no pasaba nada más allá de lo “usual” no lo podía entender. Y que, si bien comprendía el frenesí contagioso de la gira “presidencial”, aquí quien mandaba era Nicolás Maduro, entonces se molestó. Basta con abrir Twitter para ver el contraste entre lo que sienten los expatriados con los que nos quedamos: “mediocres”, “marginales”, “acostumbrados a la miseria”… desde aquí contestan con un “no vuelvan”. En fin, pareciera que los de aquí y los de allá, venezolanos todos, nos distanciamos, nos divorciamos, quizás sea solo porque, aun queriendo lo mismo, percibimos realidades diferentes.

Desde nuestra capital Caracas (Carakistán para algunos), después de 21 años de una mal llamada revolución y de un peor gobierno, al cual pareciera que nos acostumbramos después de tantas luchas infructuosas, nos damos cuenta de que a pesar de cualquier acontecimiento que despierte algún grado de entusiasmo, justificado o no, la vida sigue y nosotros con ella. Al final, no importa el siglo, o si fue Dante, Azevedo, Pérez Bonalde o Moisés, porque todos sufren y a todos les duele el exilio. A los que nos quedamos también.


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