Los seres humanos se han venido matando entre ellos desde los primeros tiempos, sin embargo su expansión y sus éxitos no se le deben al valor o a la barbarie demostrado en las numerosas formas de violencia, desde épicas batallas hasta cobardes agresiones como la perpetrada por Caín sobre Abel, sino a la tranquila y laboriosa cotidianidad comunitaria.

Cuando me ensañaron historia en el bachillerato, lo que me contaron fue la larga lista de guerras y conquistas llevadas a cabo por héroes, y algunas heroínas, y mi mente se llenó de nombres de lugares lejanos y cercanos, desde Sumer hace casi 5.000 años hasta la actual Ucrania, y desde Carabobo en 1814 hasta Isnotú en 1899. Y de militares, desde Alejando Magno hasta el doctor y general Leopoldo Baptista.

Entonces uno toma admiración a aquellas gestas llenas de hombres y caballos, no a los envueltos en tierra y sangre, sino a los elegantes caballeros de ostentosos uniformes, penachos y quepis, cordones y bandas, medallas, estrellas y otras insignias, cordones tejidos, casacas, trajes coloridos, zapatos raros, espadas y bastones y todos los aderezos imaginables de los cuales nos dimos gusto los millones de personas que vimos la coronación del rey Carlos III.

O como lo expresó el poeta Rubén Darío en su «Marcha triunfal»:

“¡Ya viene el cortejo!

¡Ya viene el cortejo! Ya se oyen los claros clarines,

la espada se anuncia con vivo reflejo;

ya viene, oro y hierro, el cortejo de los paladines.

Ya pasa debajo los arcos ornados de blancas Minervas y Martes,

los arcos triunfales en donde las Famas erigen sus largas trompetas

la gloria solemne de los estandartes,

llevados por manos robustas de heroicos atletas.

Se escucha el ruido que forman las armas de los caballeros,

los frenos que mascan los fuertes caballos de guerra,

los cascos que hieren la tierra

y los timbaleros,

que el paso acompasan con ritmos marciales.

¡Tal pasan los fieros guerreros

debajo los arcos triunfales!…”

Pero no es el espíritu castrense el responsable del avance de la humanidad, a pesar de todos los recursos empleados para fabricar armas y todos los equipos y accesorios vinculados a la guerra. Son las mujeres y hombres que en el día a día se ganan la vida con el sudor de su frente, y en esa labor han descubierto o inventado nuevas formas de trabajar, curar, educar y convivir.

No son los llamativos y sonoros bagajes de la guerra, sino los sencillos y útiles bienes y servicios que hacen más llevadera la vida, son los oficios que sin fanfarria hacen las labores domésticas y los que crían familias decentes, labran la tierra, previenen y remedian enfermedades, forman gente de provecho, crean cultura, adelantan las ciencias y las técnicas, construyen edificaciones, administran negocios, cuidan en ambiente natural, sirven de guías espirituales y todo aquello que sirve para generar bienestar.

Esas son las ocupaciones que generan comunidad, como la familiar, la vecinal, laboral, recreacional y tantas como existan personas articuladas entre sí y el territorio en que habitan. Existen espacios que son fundamentales para que prospera ese espíritu de comunidad, como las viviendas familiares, los espacios públicos de calidad, los lugares de trabajo, los de culto, los espacios culturales y todos aquellos donde la gente se encuentre, conversa y comparte.

Por todo ello es importante la vivienda adecuada para el hogar familiar, que debe tener espacios que invitan a la convivencia, no como esas minúsculas casitas o apartamentitos que llaman “soluciones habitacionales” donde no provoca entrar. Las edificaciones para el trabajo deben estar hechas para las personas, que son seres que viven en comunidad, o deben vivir en comunidad, compartiendo, conversando y conviviendo.

Igual los espacios públicos, que deben ser una sabia combinación de espacios humanos y vegetales, en estrecha relación, para que entendamos que formamos parte de un solo ecosistema natural, que debe convivir armoniosamente. Y entender que cuando el ser humano abusa, la naturaleza tiene sus propias formas de reaccionar, a veces muy severas.

Cuando ya las cosas se ponen feas, nos damos cuenta de esta realidad y tratamos de enmendar de manera resiliente, con casas más humanas, comunidades más densas y multifuncionales para que la interacción humana y con la naturaleza tenga opciones. No es la calle vacía la que genera comunidad, ni la calle llena de gente y vacía de intercambios.

Una comunidad humana son unas personas que comparten un lugar y una vida, cada quien con sus identidades pero que comparten espacio y tiempo con familiares, amigos y vecinos, incluso paseantes, que van conformando a medida que viven una colectividad muy particular perfectamente identificable en el marco territorial más amplio.

Esa comunidad será más o menos exitosa si las conversaciones y las relaciones en general que allí se dan, se enmarcan en el respeto, la confianza y el bien común. El espíritu de comunidad agrega valor a la gente que allí vive y al ambiente que se respira. En cambio, las palabras tóxicas y vulgares, el chisme y la calumnia destruyen comunidad, y allí es difícil la convivencia.

Es claro observar en países pobres lugares donde el espíritu de comunidad prevalece. Son países fracasados con lugares exitosos. También se dan en los países desarrollados lugares determinados de muy pobre espíritu de comunidad. Son países exitosos con lugares fracasados. El espíritu de comunidad puede hacer posible vivir con dignidad en cualquier sociedad.

Estos lugares exitosos representan el triunfo a la vocación humanista de las personas que calladamente y sin ostentación, viven y conviven en el marco de la espiritualidad comunitaria. Son personas y sociedades que ganan todos los días los desafíos de la vida, sin armas ni charreteras.


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